miércoles, 21 de enero de 2009

GUISO DE CARILLAS O "GRANOS MENINES"

Veinte años sin comer ese plato. De pequeño no me gustaban demasiado. ayer los disfruté en el Velada de Mérida. Menú de crisis. Exquisitos.

jueves, 8 de enero de 2009

PICHONES AL OPORTO

Aquellas palomas caminaban entre los coches aparcados que cerraban el parquecillo siempre sombrío, siempre lleno de cagadas de perros, colchones de espuma con manchas oscuras tirados por las esquinas, jeringuillas y latas de cerveza. Las palomas picotean entre las inmundicias y no levantan el vuelo casi nunca, solo cuando algún perro del barrio recién sacado por el dueño para que eche una meada en cualquier sitio las persigue con poca convicción. Las palomas rebuscan entre los coches y entre los chavales sentados en el suelo contra la pared de la casa. Joder colega, pero pínchame en la vena. A la tercera va la vencida tío. Recuerdo ahora sus risas negras de suicidas conscientes y a esas las palomas de los parques cortejándose con descaro entre jubilados tristes, niños rabiosos y perros obesos. Las palomas andaban por el mundo simbolizando extrañas palabras: paz, fraternidad, Espíritu Santo, pero se dedicaban en Madrid a comer basuras, cagar los bustos orgullosos de las estatuas y llenar de sexo primaveral todas las calles sin atender a la prisa, los humos o las violencias cotidianas. Las palomas se paseaban por las aceras como vagabundos felices y bombardeaban a los transeúntes con excrementos calientes, pegajosos y blancuzcos. Pronto descubre uno cuando se viene a vivir a Madrid que entre las palomas urbanas y su simbolismo sublime existe poca semejanza. Pronto descubrimos que aquellas palomas, odiadas por casi todos, molestos pajarracos, receptáculo de enfermedades, plaga voladora, ratas con plumas azules, serían para nosotros un verdadero maná.

 

Tu sonríes porque digo receptáculo. Imaginas a todas las palomas huecas, como pequeñas cajas de Pandora contaminando la ciudad de enfermedades desconocidas, de plagas y pestes bíblicas que arrasan Madrid y nos convierten sus únicos supervivientes.

Se escucha el rumor del tráfico fuera de tu casa y una voz aguda que entra hasta tu habitación con una nitidez casi sobrenatural, ¡Noeeeeel al colegio!. Me dices que Noel es tu vecino, todas las mañanas le ves salir de su casa con una mochila de colores atiborrada de libros, parece un condenado a trabajos forzados, obligado a llevar un peso inhumano sobre sus espaldas de niño obediente, castigado a aprender inútiles cuestiones. Me dices que Noel a veces te saluda con la mano y que sus ojos expresan una desesperación que pocas veces has visto en los mayores. No hay nada que hacer. La ciudad sigue latiendo, rugiendo, devorando tiempo, vidas, gasolina, horarios, atascos, cafés con leche y pinchos de tortilla, niños infelices, martillos neumáticos, brumas marrones, estaciones de metro atiborradas de obligaciones, citas, acuerdos, destinos, mientras las palomas siguen sin abrir sus receptáculos llenos de veneno, alimentándose con detenimiento de los desechos y cagándose sobre toda la ciudad menos sobre nosotros que nos hemos encerrado en tu casa para buscarnos con asombro y tiempo después de diez años sin vernos.

 

Siempre que pienso en las palomas de Madrid veo a Justi paseando desnudo por nuestra casa de estudiantes intentando curarse la resaca con aspirinas y cerveza mientras Flore sigue enclaustrado entre las paredes de la diminuta habitación que algún arquitecto cabrón había diseñado para una teórica criada. Flore se pasaba horas y horas encerrado en aquel cuchitril que le había tocado en suerte en el reparto de las habitaciones de piso, sin parar de fumar, con los ojos enrojecidos de estudiar apuntes infames o de mirar el poster del Interviú en el que una Maribel Verdú adolescente, vestida con una leve picardías rosa le ayudaba a acelerar el fin de sus masturbaciones. Yo escribía cuentos para concursos remotos que nunca ganaba y miraba por la ventada a las palomas llenado de cagadas el alfeizar de la ventana y de mi futuro.

En aquel piso de falsos estudiantes, solo Flore asistía puntualmente a todas las clases de su carrera de Ingeniero de Montes, solo él creía en el futuro y soñaba con una novia parecida a Maribel Verdú y un gran coche de ingeniero el que hacer una entrada triunfal en su pueblo. Solo él recibía puntualmente de su padre dinero para pagar el alquiler. Es verdad, me da igual que te rías, no era fácil conseguir cada mes el dinero suficiente para pagar la casa, Justi sacaba lo justo trapicheando un poco de hachís entre sus compañeros de clase y yo escribía pequeños ensayos para aquellos alumnos de sociología que preferían pagarme para que yo leyera en su lugar los opúsculos de Habermas, las sandeces de Lipovettsky, el manifiesto de don Carlitos o cualquier obra que el profesor de turno creía imprescindible para nuestro desasnamiento. Por una módica cantidad les escribía la crítica de veinte o treinta páginas sobre ese libro que exigía el profesor para pasar su excelsa asignatura. Te ríes y me preguntas cual era la módica cantidad. A Flore se le ponían los ojos como platos cuando iba a entregar mis trabajos a los alumnos que requerían de mis servicios de lector-escritor prostituto tras haber leído en los tablones de la Facultad el anuncio: " se hacen trabajos para las asignaturas de Filosofía de las Ciencias Sociales, psicología social y Teoría del Estado, etc..., precio a convenir según dificultad del texto”. Solían ser cinco o diez mil miserables pesetas. Con el dinero de los tres pagábamos el alquiler y hacíamos una economía del hogar planificada de corte leninista que al final solo nos llegaba hasta el día veinte. Y una planificación de tipo estalinista que llegaba a racionar hasta el número de espaguetti por barba y día que teníamos que echar en el puchero.  Debíamos enriquecer nuestra dieta con adquisiciones externas si no queríamos sufrir de raquitismo, escorbuto, beri-beri o simplemente tristeza. La economía soviética planificada no daba para mucho ni en Moscú, ni en la calle Segovia 73: Huevos, leche, pan y pasta, además de algún extra de tipo protéico constituido por los chorizos que mandaban a Flore y a sus habilidades para mangar quesos variados y latas de paté en el Corte Inglés. Las bebidas alcohólicas eran todo un lujo asiático y prohibitivo para nosotros, pero las conseguíamos sin dificultad gracias a la sutil idea de invitar a un amigo o amiga de vez en cuando a comer unas exquisitas perdices que han traído a mi compañero del pueblo que además guisa de maravilla. Los amigos, generosos, se presentaban siempre con variadas botellas de vino y licor. Yo era el cazador diplomado de tan renombradas perdices. Madrid estaba llena de ellas. Ataba a la barandilla de la terraza con hilo de nylon unos cuantos anzuelos y pinchaba en cada uno de ellos un suculento garbanzo cocido de bote y a esperar. A esperar qué. Me preguntas intrigada. Sorteábamos quién tenía que ser el destripador y desplumador de las palomas. Yo las guisaba, juro que agotamos en aquel año todas las recetas del mundo: En pepitoria, rellenas de uvas, con arroz, asadas, escabechadas… Podíamos haber escrito un libro de recetas: las mil y una forma de comer palomas de ciudad. Nos salíamos de casa mientras se cocían “las perdices” dejando todas las ventanas abiertas para que se fuera pronto aquel olor que cada día nos parecía más repugnante. No se si te has fijado que cuando paseamos por la calle las palomas se apartan de mi camino, salen volando enseguida y me miran con ojos inquietos, como si se hubiera corrido la voz entre ellas de que yo soy aquel famoso Jack el Destripador que las devoraban sin importarme todas las representaciones bíblicas que pudieran tener sus negras carnes. Me dices que no, que no te has fijado en los ojos de las palomas cuando salen volando a nuestro paso, me besas el rictus de seriedad que intento poner cuando te cuento los recuerdos de esos días de vino y palomas, cerveza y palomas, agua del grifo y palomas. Que perdices más buenas, está la salsa para chuparse los dedos. Y nosotros nos mirábamos, cómplices del crimen, dejando que nuestros amigos repitiesen, sírvete más, toma, no te cortes, tu eres el invitado.

Unos años después, en una cena con el editor Javier Alabert, fuimos a un restaurante de postín para festejar el éxito de ventas de "El Cementerio de los Elefantes". El inconsciente intentaba convencerme que los pichones mechados en salsa de oporto era lo mejor de la casa, no me atrevía a decirle lo que opinaba mi estomago de los famosos pichones.

miércoles, 7 de enero de 2009

SOPAS DE TOMATE Y VIRIDIANA

Preparo unas sopas de tomate. Cada día me gusta más este extraño fruto que nos trajimos de las Américas. Sofrío un diente de ajo y luego echo el tomate pelado en dados. A medio deshacer el tomate pongo la sal y un buen puñado de cominos machacados, una pizca de pimentón, medio litro de agua. Dejo cocer media hora y luego calo con ellas unas finas rebanadas de pan asentado del Guijo. Comienza a amanecer y este es mi desayuno antes de mirar el día. Las sopas calientes tienen un sutil y ácido sabor a tomate y un reconfortante aroma a cominos. Me calientan el alma, los dedos, las ganas de vivir. Comerse unas sopas de tomate para desayunar es como comerse un trozo del paisaje. Si, me alimento del paisaje, de sus plantas, sus vegetales, sus fieras. Me como el paisaje mientras lo contemplo ahora y me como un poco de la India y de las Américas en esta sopa caliente de tomate con cominos.

 

Cenamos en Viridiana en Nochevieja. Este fue el menú de Abraham. Sobran las palabras. Nos hizo felices. Nos alimentó con muchos y muy diversos paisajes de la infancia.

 Platos por orden de desaparición:

 Foie de Pato al Humo de Arce sobre Pan de Vainilla y Chutney de Cerezas

 Lentejas estofadas al Curry suave con Centolla antártica (Cangrejo real)

 Salmorejo de Tomate Raf con Percebes gallegos

 Huevo de corral en Sartén sobre mousse de Hongos (“Boletus edulis”) y Trufas negras (“Tuber melanosporum”)

 Tajine de Lubina salvaje con Cuscús, Vegetales y Cebolla caramelizada a la Canela

 Muslo de Pintada de Bresse a la Mostaza antigua con salteado de Orejones de

Melocotón, Castañas y Ciruelas pasas

*****

Helado de Roscón de Reyes al Pedro Ximénez

Trilogía de Chocolates (amargo, blanco y con leche) sobre Bizcocho de Jengibre

El Té de los bereberes:

(Té verde, Hierbabuena, Ajenjo, Hojas y Flores de Naranjo, Azúcar piedra)

Y LOS VINOS:

 Montilla Moriles, Boaddil Amontillado Viejísimo (100 años)

Champagne, “Henri Abelé” Rosé Cuvée Prestige

Mosel, Saar, Ruwer, “1975er Kanzemer Altenber Auslese” Othegraven

Albariño “Zarate El Palomar” 2007

Altos del Golan, “Yarden” Cabernet Sauvignon 2000

La Manchuela, “Cuvee Cecilia” Bobal-Moscatel 2007

LAS NUEVAS BEBIDAS

Salí de aquel infierno cotidiano en dirección a Goya, en Hermosilla había un bar especializado en zumo naturales de todas las frutas y cócteles de bebidas energéticas, necesitaba un “bisonte en estampida” para buscar la solución al lío en el que me había metido yo solito por inocente o por imbécil o por bocazas, por no seguir el primer principio de la termodinámica laboral, la información es poder y todo le cuentes a tu jefe podrá ser utilizado algún día en tu contra”. Y ese día había llegado. Aún no entendida porque me había convertido de técnico de sonido en correveidile, chico de los recados, espía, pelota, cogemierdas del Charli en menos de veinticuatro horas.

El bar estaba medio vacio, una pareja de adolescentes sorbían en la barra uno de esos preparados de color azul fosforescente que eran el último grito de la temporada vitamina PP y F, zumo concentrado de maracuyá, infusión de melisa y Viagra en la proporción justa prometía en la carta de cocteles seis horas de empalme y furor vaginal ininterumpido aunque las palabras que utilizaba Suasenager, el dueño y barman del local eran otras. Me senté en el taburete más próximo a la entrada. Junto a la parejita necesitada de pasión química, una viejecita vestida de duquesa venida a menos o primera comunión años treinta daba cuenta de un “abismo”: zumo de frambuesa, cereza, zanahoria, tomate, ciruelas claudias, vitamina B12 y un chorrito de tauritina aseguraban un color de mejunje rojo intenso dando la apariencia de sangre joven recién extraída de la yugular palpiante de una vestal, así que la anciana podría ser una exiliada transilvana con anemia pidiendo a gritos un chupito de hemoglobina si no fuera por que sabía que aquel coctel estaba especialmente indicado para desincrustar con eficiencia el tracto intestinal “eliminar toxinas” había puesto Suasenager en la carta aunque todos sabíamos que era el mejor remedio contra el estreñimiento severo.

Que alegría verte a estas horas, pero tienes mala cara, tus ojeras están pidiendo con urgencia un Red-Bull con gelatina de liposomas.

No estaba para innovaciones. Anda Suase, déjate de historias y prepárame un “bisonte” bien cargado de lo que tu sabes. El Increible Julk, que era su segundo apodo, sacó una coctelera transparente de metacrilato y varias botellas de diversos colores y tamaños que guardaba en la cámara frigorífica. Suasenager había sido campeón de Europa de culturismo en aquellos tiempos románticos en los que las hormonas anabolizantes y demás venenos para el engorde artificial y prohibido del ganado eran ingeridos con generosidad por los musculitos. Suase seguía teniendo el cuerpo más imponente que jamás había visto aunque todos sabíamos que tenía el higado como una medusa podrida y el pito más muerto que una cucaracha en medio de la M-30.

Un cuarto de zumo de limón, otro cuarto zumito de mango, tres cucharadas de redoxón multivitamínico, medio de concentrado de proteinas vegetales y, el ingrediente clave, dos bolas de gelatina verde. Supongo que aquella gelatina no era demasiado legal, ni para el sistema jurídico vigente en materia de sustancias psicoactivas ni para mi propia ética alimenticia, “ni grasas, ni alcohol, ni azucar”, pero esas dos bolitas de gelatina de zumo de marihuana ya habían demostrado su eficiencia en otras ocasiones. Legal, colega, todo legal, que me las traen directamente de los Estados Unidos, la cuna del puritanismo prohibicionista antidroga. Me había asegurado Suase la primera vez que me sirvió el coctel. Si no quedas satisfecho te devuelto el dinero.

Suase, Suase, me he metido en un lio y no se como salir. Le confesé a mi camello legal. Voy a traicionar a mi mejor amigo y encima no tengo ni remordimientos.

A quién si puede saberse?. Preguntó mientras me ofrecía el “bisonte en estampida” en una generosa proporción.

–Hace una semana desapareció del trabajo dejando el programa colgado y ahora el jefe está empeñado en que le busque para darle una carta de despido, ¡es ridículo!.

–Pero has hablado de traición –Arnold se acodó en la barra y bañó la voz buscando mis confidencias humillantes– ¿en que has traicionado a tu amigo si puede saberse?.

Le conté lo del diario y el empeño de Charli con leerlo y Suase pareció perder todo interés por el asunto.

–Vaya rollo, el diario de Ana Frank versión ese amigo tuyo que bebe vino y come morcillas saturadas de colesterol, ya te dije yo que no era buena gente, un individuo al que le gusta la carne casi cruda y las guindillas en vinagre no es de fiar, aún le recuerdo en aquella cena de hace dos años, despotricando contra los complejos vitamínicos y los concentrados de proteínas de soja, mala gente tu amigo, de mayor tendrá cirrosis y cancer de colon, seguro.

No tenía ganas de defender a mi amigo ante mister músculo 1985 así que apuré en mejunje de dos tragos largos y salí del local. La viejecita también se levantó en ese momento disparada hacia los servicios con la atlética agilidad que da un intestino grueso a punto de descorchar la tapa de la alcantarilla y los dos adolescentes salieron conmigo ansiosos por intercambiar mucosidades intimas y estertores placenteros.

Mientras las dos bolitas de zumo de Maria se disolvía en mi estómago comencé a sentir una agradable sensación eufórica y una insensata valentía. Estaba dispuesto a volver a la casa de los horrores, saltar sobre el viejo jack por sorpresa en cuanto abriera la puerta, dejarle atado a una butaca con el cordón sobredorado de su batín y amordazarlo sin compasión con un buen puñado de buñuelos fríos y gomosos. Al fin y al cabo no era el libro de códigos del botón nuclear sino un cuaderno sobado de tapas marrones con unas cuantas recetas de cocina insana y alguna que otra descripción detallada de los follisqueos de mi amigo, nada que no pudiera leer en el absurdo libro de Simone Ortega que Mera me habia regalado un día por mi cumpleaños con la intención oscura de sacarme del buen camino de la alimentación sana de Montiñac o en la literatura de relleno de una revista porno de quinientas pelas, además mi amigo me había dejado tirado con su parte correspondiente del alquiler del piso sin pagar, así que no había traición sino ojo por ojo o, mejor dicho, no escribas algo que no quieras que lean los demás, además mi sueldo iba a sufrir una justa y necesaria subida sólo por hacer un pequeño encargo para el jefe. Por último me quedaba el consuelo de que si no cumplia lo ordenado quién recibiría la carta de despido o la patada en el trasero iba a ser yo que no tenía ni arte ni parte en esta historia, al margen de ser amigo o ex-amigo de Mera.