viernes, 12 de junio de 2009

LA SIESTA DE DESPUÉS DE COMER

J. Sorolla "La siesta"

Gazpacho muy frío, suave, espeso, rojo. Sardinas asadas y comer con los dedos. Un vino joven de uva Mencía. Cerezas grandes de postre.

¿Cuál es el mejor momento de la comida?. Me preguntó ella. No lo dudé ni un segundo: la siesta. Pero no la siesta de dormir o dormitar en el sofá o esa otra de pijama y orinal, -que horror de rentistas burgueses del XIX-. Hablo de esa comida sin prisa, con vinos, postres, café y sin prisas después, cama fresquita, sábanas blancas, persiana entrecerrada pero nunca a oscuras y tu a mi lado.

Esas siestas que te quedas dormido a medias del follar y te despiertas en cualquier momento y sigues donde lo dejaste tan ricamente. Siesta de palabras lentas, chicharras berreando a lo lejos, agua fresca en la botella, sudor salado para chupar porque dicen que la sal es buena cuando se atraviesan los desiertos. Y el amor es a veces un desierto, -lo digo por el calor y las dunas de tu cuerpo y porque me gusta andar de beduino por tus oasis-.

Y mucho mejor cuando la siesta es larga, larga, larga y comienza a tardecer y probamos a hacer por segunda vez el amor a ver si sale bien. Y sale. Y luego ducha fría los dos juntos, ropa leve y salir a la calle a punto de inaugurar la noche en busca de terrazas con cerveza helada y amigos y amigas para hacer un buen puñado de risas y que nos miren a la cara y que no digan pero piensen, estos dos se han echado juntos la siesta, fijo.

lunes, 8 de junio de 2009

LA CASA DE "EL MATÓN" EN JARAÍZ

La siguiente generación de primos

Dicen que la única patria es la infancia. La mía tiene sol, tiempo sin horarios, sabor a buñuelos, baños en el Tietar -entonces con agua limpia y abundante- mañanas y tardes de pesca en la garganta con mis primos, con caña o a mano, tanteando bajo las piedras la escurridiza forma de los peces. Una patria de sol, de sandías gigantes, santorrostros trepando por la pared, higos maduros, la puerta e una casa que chirriaba con un sonido tan especial que nunca se me borrará del alma, las paellas exóticas de la tia Mado, las historias de galápagos mágicos del abuelo Paco, la voz suave y dulce de la Abuela Anita y las canciones para dormir de la Abuela Ángela, que me cantaba cuando apenas tenía tres o cuatro años y aún recuerdo. Y el olor. Ese olor a verano y a las primeras tormentas de verano con truenos como bombas y rayos cercanos y ese no tener miedo, nunca, a nada.

La infancia es la única patria de los hombres y si esta fue feliz, luego, ya de adultos, cualquier tierra del mundo es nuestra patria. La mía fue feliz. Por eso me encuentro siempre bien en cualquier parte, en cualquier país, en cualquier ciudad.

Ayer nos reunimos todos los primos de nuevos en esa casa. Hicimos buñuelos y paella y volví a sentir la patria de mi infancia. Y esa sensación entre los primos de que, aunque haya pasado tanto tiempo, tantas cosas, tantos cambios, aunque tengamos ya vidas distantes, hay un espacio común reconocible, nítido, transparente y cercano que nos une.