miércoles, 1 de julio de 2009

Kath Bloom

Un día su padre dejó de regalarle juguetes para su cumpleaños. Aquel diez de agosto le regaló tres discos. Uno de Dylan, otro de Cohen, otro de Kath Bloom. Él nunca había escuchado a ninguno de los tres. Hizo poco caso a los discos. Ni siquiera rompió el celofán. Tres años después murió su padre. Meses después descubrió los discos. Fue a casa de sus abuelos. Se subió al desván. Conectó el pick-up portátil de su madre, se sentó en el viejo butacón de terciopelo rojo con el cojín hundido. Olía a peras de invierno, a tejas calientes y a misterio. Siempre, desde niño, le había dado mucho miedo subir a ese inmenso desván. Ahora no. Ahora, mientras sonaba Cohen, luego Dylan, luego Bloom se sintió bien, en paz, sereno. No le costó llorar. No eran lágrimas de tristeza era que entonces entendió tantas palabras de su padre, de su forma de ser, de su permanente alegría de vivir.
Se juró a si mismo, mientras sonaban tantas canciones, con la arrogancia de la adolescencia, que ninguna tristeza podría nunca aniquilarle, que sería fuerte, inmortal, que ningún dolor le vencería, que vivir siempre tenía sentido.
Desde entonces no puede dejar de escuchar cierta canción de Dylan, de Cohen y de Kaht sin que se le remueva el corazón y cuando llora, son lágrimas suaves que le limpian cualquier asomo de tristeza.
Pasó mucho tiempo, con la arrogancia de los veinte descubrió que el amor podía ser una caricia leve e intensa que llenaba la vida y el futuro.
Conoció entonces a una mujer. Y entendió en su piel muchas de las palabras que gritaba Dylan, que susurraba Cohen, que acariciaba Kath con su voz.
Y entendió que aquella mujer guardaba muchos secretos y cuando la amó sintió siempre que detrás de sus ojos veía con claridad el sentido más bello de vivir.
Un día, en un bar cercano al Paseo del Prado, mientras acariciaba su pelo y miraba en sus ojos el amor, comenzó a cantar Kath Bloom, precisamente esa canción que le desnudaba tanto el corazón. Pero entonces no lloró. Al contrario. Besó a aquella mujer y sus labios le supieron a alegría.
Muchos años después, desolado y triste, mientras pensaba que hacer con su vida y tomaba un café en un bar, estaba sonando una hermosa canción de Kath, “Come Here” y la vio pasar, estaba diferente, caminaba despacio, ella miró hacia el cristal, él creyó que le había visto pero el cristal era oscuro y desde fuera apenas se veía lo que había dentro. Deseó salír, gritarle, abrazarla. No hizo nada. La vio alejarse a su vida mientras seguía cantando Kath solo para él, esa canción que estaba escrita solo para ellos.
Hoy Kath debe ser muy mayor, vieja, aunque su voz no ha cambiado. El conserva los discos, los recuerdos, la ternura. Lo conserva todo. También aquel juramento adolescente. También su extraña arrogancia de veinteañero. También el amor. Cuando escucha muy de vez en cuando a Kath, cuando escucha "Come Here" imagina siempre que sale del bar corriendo para abrazarla.
Las canciones son eso. Pasadizos secretos. Túneles del tiempo. Ventanas abiertas por donde miramos la vida.

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