jueves, 31 de diciembre de 2009

SORBETE DE TÍ

Después de salir de la sauna sueca, después de ver una aurora boreal en el lugar en el que retiró nuestro amigo el Cartógrafo, te dije:

¿...a que no sabes cuales son mis sorbetes preferidos?.

No contestaste. Te atreviste. Me preparaste dos.

(Foto: I. E. Badessi)

miércoles, 30 de diciembre de 2009

INDIGESTA O DELICIOSA

(Fotos: Doug Peterson)

Un rica sopa de tomate de verdad con su ajito dorado, sus cominos machados, su pan de pueblo en las que escalfo un huevo y huelo con los ojos cerrados mirando hacia adentro donde está el secreto del placer que dibuja sonrisas y nos toca, acaricia, lame, juega con nuestros dedos. Nada de palomitas al nitrógeno, nada de espumas, nada de deconstrucciones, ni de palabrería, ni de diseño, ni de platos cuadrados ni tortillas en copa flauta, ni chupitos calientes, ni de nubes que huelen a helado de apio. Una sopa o un amor de memoria, con memoria, memorable, sin ambición, ni trampa, ni lentejuelas.

El amor es a veces sabroso, suave, gustoso, dulce, rico, cremoso, picante, caliente, reconfortante, alimenticio, apetitoso. No nos cansa su sabor, su olor, nos chupamos los dedos, nos morimos de gusto, repetimos del plato, no hay nada tan bueno.

Siracusa Bravo Guerrero habla en su libro “Indigesta” de todo lo contrario. Yo también titularía “Indigesto” ese tipo de amor. Es el amor pesado, empalagoso, revuelto, soso, que nos harta, nos estomaga, satura, desconcierta, raspa, asquea, empacha, del que enseguida deseamos lavarnos los dedos para que desaparezca el olor y del que no repetimos aunque en el plato tenga buena pinta porque sabemos que produce indigestiones, dolor de tripa y regusto amargo. Da pereza acercarle la cuchara o describir su recuerdo en la memoria.

Los glotones probamos al principio de todo, sobre todo los guisos de apariencia espectacular, bien montados en el plato, con decoración minuciosa y novedoso aspecto, pero después de tanto ardor de estómago y paladar indiferente volvemos a los guisos oscuros y a los guisos sencillos, a los platos redondos y de aspecto sincero. Nada de afeites, lencerías, arrogancias ni guapuras, donde este el amor sabroso “para chuparnos los dedos”, cercano, que nos toca la memoria y los labios, que se quite la cansina brillantina o los cuerpos de cinco tenedores tres estrellas Michelin.

Soy ahora un glotón al que gustan las sopas, los caldos, los alimentos que el amor aliña con dulzura, cuidado, saber, sencillez, desnudez. Te miro y no hay nada que no me guste, rebañaré bien tu plato con la miga, sobre todo tu sonrisa y tu cuerpo, sobre todo tu silencio y tu ombligo. Siempre fuiste directa, leal, sincera, abierta, fuerte y sin embargo tan tierna, tan cercana, tan dichosa, tan libre. No te importaron mis estúpidas ínfulas de gourmet, sabías que volvería a tocarte la piel y a saber que lo bueno, lo rico de verdad nunca nos cansa. Nunca fuiste indigesta, siempre deliciosa. Sabes que el lujo en la comida y en el amor no se califica con estrellas, ni tenedores, ni firmas, ni guías de tapas rojas. Me abrazas, te miro y ya sé que quiero de postre, sin cucharita, por supuesto.

(

martes, 29 de diciembre de 2009

OSTRAS CON GUILLERMO

Sigo creyendo poco en la alienación marxista y mucho en la soberanía del ciudadano. No vivimos por fortuna ningún Brazil, ningún 1984, ningún Mundo Feliz (por ahora). Nos pueden ofrecer basura, anunciar, publicitar, aconsejar que la televisión basura o la comida basura o el amor basura o que comprar en esos "no-lugares" llamados centros comerciales o grandes superficies es estupendo, divertido, equilibrado, cómodo. Luego elegimos. Podemos elegir. Somos idiotas, a veces, pero no tanto.
Si nos ofrecen televisión basura podemos no verla, si, aunque parece difícil de creer, es posible, basta con no encender el cacharro (o no tener TV, yo no tengo). Tampoco es obligatoria la ingestión de comida basura, ni buscarse un cómodo amor bajo en calorías y con bífidus activo, ni ir a comprar a un no-lugar. Hay muchos mercados y tiendas de alimentos, carnicerías, pescaderías, fruterías estupendas en Madrid o en Barcelona o en cualquier ciudad de España.
Pero muchos mercados y tiendas de barrio agonizan, los consumidores dejan de ir, no van a comprar allí, prefieren los no-lugares, los grandes centros comerciales. Los hábitos de compra de los españoles han cambiado, les encanta la basura, hay libertad. Ir a los no-lugares se ha convertido en una forma de ocio-consumo masivo. No sé si el Mercado de San Miguel agonizaba o estaba en peligro de extinción como el de La Cebada y Los Mostenses. Su construcción, bajo la dirección de Alfonso Dubé y Díez, se concluyó en 1916. Ahora se ha restaurado el edificio, el único de su estilo en Madrid y se ha convertido en un mercado de alimentos ricos, gourmet, delicatessen, de calidad, un mercado pijo, pero vivo, animado, lleno de gente dispuesta a tomarse una copa de vino y una tapa o comprar algún alimento rico. En el mercado hay un pequeño puesto de ostras francesas, exquisitas, fresquísimas, de diversos tamaños y precios que no son más caras (son más baratas) que las que se pueden comprar en un no-lugar cualquiera.
Si, es cierto, ya no están los puestos tradicionales, ya no es un mercado "de verdad" como era antes, es otra cosa, pero esa "cosa" pija en la que se ha convertido, me gusta, me hace feliz. Aborrezco de los no-lugares y apuesto por las tiendas de barrio que han sabido evolucionar, cambiar, cuidar y mimar al cliente. También me gusta la reconversión de este mercado ahora siempre lleno que antes agonizaba porque la gente cada vez iba menos. Los consumidores son soberanos, no son menores de edad, pueden elegir entre la mierda y la comida, entre el ocio en un "no-lugar" y dar un paseo por la ciudad, entre la televisión basura y leer, vivir la propia vida, cocinar algo bueno, aprender algo útil, divertido o placentero.
Sospecho y me alejo de esos que dicen que al pueblo "hay que educarlo", a los que se creen más listos y más sabios, élite superior que decide lo que conviene y no conviene a los demás. Hay que educar a los menores de edad, el resto de ciudadanos ya son mayores, son soberanos, tienen libertad, no necesitan la tutela de nadie. Pueden elegir ver televisión vómito o hacer otra cosa, elegir entre comida basura o comida de verdad, fumar o no fumar, drogarse o no drogarse, aprender a hacer salsa de tomate o preferir el ketchup.
Aquí mi hijo Guillermo, que prefiere la ostras del mercado de San Miguel al Burger King, odia los no-lugares y quiere ser cocinero. Ojalá.

miércoles, 23 de diciembre de 2009

BOCADILLO DE FOIE

(foto: Katarzyna Widmanska)

Hay alimentos que no necesitan casi nada para ser “sublimes sin interrupción” (decía Baudelaire), alimentos capaces de reconstruir el alma y convertirnos en seres bondadosos, afables y tranquilos, sin otra ambición que mirar como pasa la vida reflejada en tus ojos.

No soy buen amante aunque puse siempre deseo, voluntad y sonrisa..., Será difícil por tanto que te agote y te sacie de placer, pero si alguna vez ocurre ese milagro te alimentaré con el mejor reconstituyente que conozco (dejando a parte el chocolate). Se trata de una buena loncha de foie fresco hecho en una plancha a fuego fuerte vuelta y vuelta, con su sal gorda y gris de Guérande servida entre dos rebanadas de pan de hogaza tostadas en un fuego de leña. Este bocata simple, exquisito, repleto de grasilla y de sabor nos llenará de fuerzas y de ganas de seguir leyendo sobre el cuerpo la letra pequeña de ese idioma antiguo y transparente. El olor de la leña a jara y a tomillo, el tostado de foie, el crujiente del pan, ese sabor “sublime sin interrupción” nos preparará para saborear el olor, el crujiente, el perfume del nosotros.

Solo por ese foie me hice afrancesado, también por esas tres palabras malsonantes “libertad, igualdad, fraternidad”, por el pecho desnudo de la chica de Delacroix, por Baudelaire, por su orgullo y arrogancia culinaria, sus Burdeos oscuros, sus ostras de Normandía y algunas joyas más que ya te iré nombrando cuando se vaya la luz de esta tarde de lluvia.

Un bocata de foie y una botella de Ribera de mi amiga Arzuaga. Pero antes, debo agotar las reservas de azúcar de mi hígado nadando despacio por entre las olas de tu cuerpo y la espuma de tu sonrisa y la marea profunda y peligrosa de tu abrazo.

Llego desde tan lejos que he olvidado mi nombre, el brillo de mis ojos, la forma de mis manos, el deseo que dibuja el gesto de besar lo que amamos. Llego de tal lejos que parezco un viajero harapiento, sin memoria, cansado, hambriento, triste, no hay nada en mi mochila, ni en mis dedos o mi voz. Y sin embargo me sale la sonrisa y la certeza de saber que eres tú y estás cerca, igual de desnuda que yo, sin esconder lo que somos o fuimos y te reconozco solo con tocarte la piel desde tan lejos y cuando juegan mis manos con tus manos recorro tu vida entera y tu recorres la mía y me asombra lo fácil que es acompasar mi silencio a tu silencio, mi respiración a la tuya, mis ojos a tus ojos, tantos años que de verdad me da miedo tanto tiempo.

Amar es muy difícil o muy fácil, azar y tiempo, intimidad y distancia, sabores y caminos. Amar en un momento es tan fácil como alargar la mano y acompasar la vida por unos días y tan difícil como hacer la vida intensa durante muchos años a pesar de todo lo que pesa, cansa o hiere. He aprendido a cocinar y a amar al mismo tiempo, he descubierto recetas, probado salsas, guisado sopas, ternura, caricias y carne. Se los secretos del fuego y su paciencia, de algunas palabras y su afilado silencio. Y sin embargo tú, fuiste siempre la que se acercó a la cocina de mi corazón, la que tocó la sal y las especias, la que me acarició la barba y los ojos y me abrazó cuando vine de tan lejos, tan desnudo. Tú me das el mundo y yo solo te hago un bocadillo, ya te dije, que no era buen amante.

Pero lo seré. De ahora en adelante.

Siempre.

martes, 15 de diciembre de 2009

EL DIOS MAR

(Foto de Arnold Corey)

Si no fuera ateo y creyera que hay dios tendría muy claro quién es dios: EL MAR. Su belleza, su inmensidad, la abundancia con la que nos alimenta, su furia, esa apariencia de ser invulnerable y sin embargo tan frágil.

De el mar me gusta todo. Soy más piscívoro que carnívoro. Tendría que decir “marívoro”.

Veo estas arañas gigantes, porque arañas parecen e imagino a cientos de personas royendo, como primitivos sapiens, patas y caparazones, chupando, rompiendo, sorbiendo, festejando el mar y su abundancia, la mar y su generosidad, los mares y océanos y rios, nuestra patria. No hay otra, no hay más, este planeta es, desde el espacio lejano, azul, mar, océano. Si nos cargamos al mar, a ese mar que seguimos saqueando y ensuciando, habremos matado entonces de verdad a dios y entonces si que estaremos jodidos.

Las fotografías de Arnold Corey tiene la inmensa belleza de ese mar que nos alimenta desde el principio, desde la noche de los tiempos hasta hoy.

LA RECETA PERFECTA

Me gustan las pitas grandes saliendo de la arena, las rocas desnudas, el mar limpio ronroneando como un gato familiar. El pueblo ha sufrido la cirugía caótica del turismo y sin embargo sales un poco de San José de Níjar y la naturaleza está intacta, dulce y feroz, seca e inhóspita, llena de belleza. Esta casona verde de piedra y madera de los años treinta fue construida por un poeta inglés amigo de Robert Graves, pero jamás vivió en ella. Dicen que desapareció en el mar justo el día en que llegó a inaugurar la casa. Se fue a dar un baño y ya no volvió. Lo raptó una de las sirenas que nombraba en sus poemas. Eso me cuenta Ella mientras prepara una ensalada de tomate y menta y unas fanecas recién pescadas que se ha empeñado en asar en la barbacoa vieja del jardín. Pero no la escucho, solo oigo su voz y le miro las manos cuando pela con pericia los tomates y unta los lomos de las fanecas con ajos machacados con aceite. Finjo dormir en la hamaca con su sombrero de paja sobre los ojos, pero entre los agujeros del trenzado puedo verla vivir, cocinar, trabajar, llenar mi vida. No sabes ya cuantos días y cuantas noches estáis allí. Todos son la misma noche, el mismo día. La misma oscuridad en la que la amas sin descanso, en la que ella te ama, te muerde, grita, ríe, te toca, se llena, te llena. Y cuando no podéis más, cuando a pesar de que el deseo sigue intacto vuestros cuerpos ya no os responden, entonces ella te lee una de esas cartas que le escribiste hace tanto, esas palabras que parecen tan tuyas o tan suyas o tan de cualquiera que haya amado. Ella lee y tu le escuchas pero sólo oyes su voz igual que se oye ahora el mar tranquilo chocando con las rocas a lo lejos. Con los ojos cerrados. Abrazado a sus piernas, a su espalda, con las manos en sus tetas, en su cintura, en sus axilas, escuchando esas palabras que ahora no te parecen tuyas, ni suyas. Entiendes entonces porqué esa mujer está a tu lado. Porqué te desea, se corre, se ríe, te toca, te habla, te quiere. No sabes cuántos días y cuántas noches llevas en esa casa junto a ella nadando, cocinando, riendo. Cuántas noches y cuántos días de amor y de lecturas. Cuántos días y cuántas noches habéis caminado por la playa muy lejos de la casona verde. Cuántos días cogéis la Vespa polvorienta del garaje y os acercáis al restaurante de la playa y dejáis que el cocinero amigo elija por vosotros el arroz, el vino, los postres, todo un festín después del festín. El joven cocinero parece comprender, se siente cómplice y os prepara siempre los platos más deliciosos, los alimentos más frescos, los vinos mejores, como parece cómplice el sol, el calendario, el sueño, el mar, las rocas en las que os gusta sentaros hasta que llega la penumbra. Muchas, muchas veces te despiertas con la boca y la nariz muy cerca de esa mujer. Respiras entonces con fuerza. Te llenas los pulmones de su olor. Quieres ser parte de ese olor que te vuelve loco. Te comería, le dices. Te como, responde. Muchas, muchas veces, ya sin el temor de romper su sueño, le despiertas con tu deseo, tus besos, tus caricias, tus gemidos. No te importa y no le importa. Una y otra vez el amor sabe dulce, rico, animal, lento hasta que las fuerzas se os agotan y juntos, más juntos imposible, regresáis los dos al sueño y, ahora lo sé, ahora me doy cuenta, es el mismo sueño. No sabes cuantas noches ni cuantos días, pero los tienes todos protegidos, intactos, preciosos y precisos ahora en tu memoria. De esos días vives ahora o vivirás luego. Pero entonces no lo sabes, solo sabes que ella, su voz, su cuerpo, las cartas, el Mediterráneo, las sierras duras de Níjar, la noche, son todo el mismo paisaje en el que vives, el mismo alimento que te nutre, el mismo tiempo lento en el que ahora respiras sin que te importen las horas, sin miedo al futuro.

No hay tiempo. Sientes que cada carta que lees te lleva un poco más lejos en el amor, hoy todas esas palabras parecen antiguas, remotas mientras ella va desentrañando sus secretos. Muchas veces la descubres escribiendo en su Mac. Pero no sientes curiosidad por leer lo que escribe, ni piensas demasiado en lo que esas cartas dicen, solo te gusta su música. Te dejas llevar, le dejas escribir. Sales entonces solo a la playa y caminas hasta esa roca lejana en forma de tortuga. Allí esperas. La ves llegar desde muy lejos. Es un placer intenso sentir como se acerca, saber que en pocos minutos estará junto a ti y te tocará, te besará, se bañará contigo en el mar y se enroscará en tu cuerpo o tu en el suyo, flotando, lamiendo la sal de su cara, corriéndote dentro de su corazón o de su mar oscuro o de sus sueños.

Habitáis esa casa grande, retirada del pueblo, una guarida perfecta proporcionada por un amigo. Una casa llena de libros, de muebles confortables, de pinturas antiguas, de viejas alfombras marroquíes, con una cristalera sin cortinas que siempre os enseña el mar y el jardín asalvajado y una cama grande de colchón de algodón prensado en donde os escondéis muchas tardes a leer. Esa cama tiene mucho de guarida, de refugio seguro para fugitivos. Os escondéis dentro de vuestros cuerpos, el uno en el otro, atentos a cada roce y cada beso, con la música perfecta de las palabras de todos estos años en el eco de vuestro gemidos y vuestra risa. Yo no me atrevo a decir que eso es amor, el paraíso, una forma de cielo. Ella diría que soy un idealista, que estoy loco, que imagino cosas que no son, que ella no es la mujer que yo veo sino otra más vulgar, más corriente. Ella diría que no tengo ni idea de nada, que no entiendo nada de lo que le decían entonces mis cartas desde tan lejos. Pero no le importa. No me importa. Solo quiero seguir ahí, sin saber cuantos días y cuantas noches llevamos viviendo dentro de la sangre del tiempo. Sin entender si han sido las cartas, o a sido ella o el puro azar quién ha propiciado este presente.

Ahora no sabría decir porqué se escriben cartas de amor y qué ocurre cuando esas cartas que deseamos escribir no las llegamos a escribir nunca. Pero sé que todas esas palabras no escritas no se pierden, no se olvidan. Se quedan ahí, en algún lugar de nuestra cabeza y sin saber cómo nos van envenenado de tristeza el corazón. Sin darnos cuenta van destilando cansancio, envejeciendo la voz y la mirada, haciendo que seamos cada día un poco más silenciosos y menos libres. Hoy sé que no podemos aplazar su escritura, que escribir cartas de amor, todas esas cartas de amor es importante para sobrevivir, para no perder una parte de nuestra vida, para no olvidar y que no nos olviden. Para que al tiempo le cueste trabajo arrastrarnos por el mundo. Hoy lo sé. Pero no entonces. Cuando apareció por la puerta esa mujer preguntando por un tal Alexander y pretextando después que le habrían dado mal la dirección. Ella salía con una bandeja con té y una coca de almendras y le dijo. Bueno, ya que estás quédate a tomar un poco de bizcocho que el camino de vuelta hasta San José es un buen paseo. La desconocida se queda. Se sienta mirando hacia el jardín abandonado y el mar algo revuelto. Toma la taza de té entre sus manos como si quisiera calentarlas. ¿Qué tal se vive aquí?. Yo no sé que decir. Ella se toma su tiempo antes de susurrar apenas. Yo diría que esto es una de las formas que podría tener el paraíso. Lo diría si creyera en eso de los paraísos de los anuncios turísticos. Claro que el paraíso no es solo este paisaje del Cabo de Gata, es esta casa, ese jardín abandonado, esta taza de té, ese chico que anda por ahí haciendo que la vida sea un igual que esta coca recién hecha. La visitante no dice nada. Se cruza un segundo con sus ojos y luego vuelve a mirar el horizonte escondiendo la sonrisa en un sorbo de té. Bueno. Me tengo que marchar. Gracias por el trozo de bizcocho. Vemos alejarse a la desconocida por el camino de arriba, una senda que está casi abandonada y en la que yo me he perdido varias veces pinchándome las piernas con las genistas secas. Pero la visitante no parece perderse, hace las curvas por las que el camino se borra, toma recta la zona en la que la ruta solo puede intuirse. Así sentí de pronto mi vida junto a ella, una senda invisible donde es muy fácil perderse y pincharse, herirse la piel, sentir dolor y sin embargo no me había perdido en todos estos años tan lejos, podía cruzar el páramo espinoso de mi vida con los ojos cerrados y no equivocarme en ningún recodo. Nada puede hacerme daño. Solo debo tener mis manos en sus piernas mientras conduce o mi boca en su espalda antes de que llegue el sueño o mis ojos en solo suyos cuando nadamos muy lejos de la playa.

Su piel se va dorando con el sol, sus ojeras son ahora suaves. Mañana termina este dos mil diez. Me dijo anoche. A veces ella me despierta en medio de la madrugada. Le gusta recostarse desnuda en una vieja chaise longue de cuero naranja muy desgastado de los años treinta, con el Mac sobre el vientre, cara al mar entonces invisible. A veces con el ventanal abierto, dejando que el olor a salitre entre en el salón. Ven. Me levanto medio sonámbulo de la cama para acurrucarme entre sus piernas frías, con mi cara junto a su sexo. Cierro los ojos. Lee entonces una de aquellas cartas. Unas frases que deja envueltas en ratos de silencio. Frases que repite para que descubra que tras pasar unos pocos minutos, suenan diferentes, nombran otros mundos, una forma distinta de sentir lo que ahora siento. Escucho su voz y escucho el silencio, escucho su respiración sobre las palabras que ya no son mías ni suyas. Deja muchas veces que el silencio llene el tiempo. Llega el rumor del mar, el viento rizando sobre los arbustos, el sonido del corazón, pero no sé cuál corazón, si el suyo o el mío o el nuestro de entonces. Y le beso las entrañas, el origen del mundo, cierra las piernas sobre mi cabeza o me dice que suba y me abrazo entonces a su cuerpo frío y follamos mirándonos siempre a los ojos, sonriendo, adivinando cuando vamos a corrernos, esperando esa sorpresa no buscada, ese gesto, ese gemido sin miedo ni reserva que se escapa hacia el mar. Otras veces me quedo dormido allí acurrucado y el sueño me lleva lejos. Siento que viajo por países que no conozco, a ciudades que ella respiró, escucho voces en otras lenguas, camino por calles que no son de este tiempo, hablo con gentes extrañas y veo en sus ojos el amor, un extraño amor que nos protege. Cuando despierto. Cuando me despierta ella para que vayamos a dormir a la cama, no recuerdo el nombre de esos paisajes, ni de esas calles, ni de esas ciudades que me parecen sin embargo familiares porque están en su memoria. Olvido el rostro de esos extraños, solo mantengo en mi cabeza ese vago afecto, esa voluntad de todos ellos de protegerme, de protegernos, de intentar explicarme con palabras que nunca recuerdo que ellos están ahí, en algún lugar de la historia. Que ellos son nosotros y nosotros somos ellos. Cuando las palabras dormidas en esas cartas son despertadas por su voz, son otras voces las que se despiertan y otras historias las que vuelven desde muy lejos y las siento a salvo del olvido. Otras veces me quedo en la penumbra del arco que da al salón y la miro escribir, leer las cartas entre susurros, mirar en silencio hacia la noche que entra por el ventanal. Miro su cuerpo desnudo, cada día más moreno y fuerte y me muero de amor. Me late el corazón con mucha fuerza, igual que después de una carrera y sin poder evitarlo se me saltan las lágrimas aunque esté sonriendo. Me siento en el suelo. Puedo pasar horas mirándola. Sintiendo un intenso placer solo por estar ahí, dejando que pase el tiempo, viendo como trabaja, como escribe, como respira, como vive ese silencio, como repite muchas veces una frase y a cada repetición se va acercando al significado más oculto, a la última puerta que parece que nos desvelará por fin el nombre preciso del amor. Pero después de esa puerta hay otra y otra y otra y otra más, siempre. Otras veces solo me acerco para llevarle una copa de vino. Le beso en la frente o en la boca o en la mano. Le doy a beber un trago largo de vino fresco y me vuelvo de nuevo a la cama. La dejo detrás. Sé que se queda muy lejos, que tal vez puedo perderla si no regreso en ese instante a su lado. Pero me voy. Vuelvo a la cama, lucho contra ese miedo irracional y tonto, siento dolor por alejarme en ese momento de su lado, pero debo aguantar el desafío. Me acurruco bajo la sábana temblando igual que si fuera de la tela rugiera un huracán. Aguanto con los puños cerrados y el cuerpo rígido. Resisto ese dolor de la ausencia, me muerdo los nudillos, intento ser fuerte. Pasa mucho tiempo y la lucha es muy dura, quisiera gritar, morir. Entonces, siempre, llega ella y dice: Ya estoy aquí amor.

No sé cuanto tiempo, cuantos días y noches llevamos viviendo sólo del amor. Si no fuera ateo, incrédulo y cínico, diría que son estas cartas guardadas tantos años las que nos han embrujado, son sus palabras las que nos han encantado, han sido todas esas cartas de amor de tantos años las que han hecho crecer este nosotros. Se lo digo a ella y me dice que estoy tonto. Que no hay magia ni brujería, ni encanto, ni misterio alguno. Solo son palabras, tonto. Dice que me quiere con cartas y sin cartas, que soy el tipo que quiso encontrar siempre para compartir la vida. Que le gustan mis torpezas, mis errores, el vacío de mi memoria, las ojeras que tengo de recién levantado, mis silencios, mi ignorancia, la forma que tengo de mirarle cuando le llevo el vino, el tacto de mi cuerpo, el deseo que ve en mis ojos cuando hacemos el amor, esa forma de poner mis manos en sus piernas cuando conduce. Yo no entiendo el origen de su amor, pero no me importa. No le importa. Ahora sé que las palabras son preciosas, que pueden guardar secretos, verdades que se clavan en los ojos y en el corazón pero no para hacer daño sino para dar placer intenso, perdurable, lento. Ahora sé porque nos amábamos desde tan lejos. Qué importa cómo, por qué razón, de qué forma. Nos amábamos sin que la edad, ni los viajes, ni otros amores, ni el mundo de entonces y de ahora pudiera tocar la delicada espuma de sus palabras escritas, el profundo mar en el que estábamos sumergidos, en lo más oscuro y profundo, a salvo del mal, fuera del tiempo, intocables, haciendo con nuestras voces y nuestras cartas un dulce camino por venir. Hoy solo la veo a ella. Solo escucho su voz . Sólo sé que es ella quién hace vivir esas cartas. Ella. Mi amor. Entonces le hago la pregunta ¿quieres que sea tu cocinero?.

Ella se ríe, me muerde, sale corriendo hacia el mar desnuda, bonita, cuarentañera para chuparse los dedos, dulce compañera y yo escucho su voz flotando entre la brisa mientras salta tocando con sus pies el agua fría. Su voz que dice: te iba a hacer yo esa misma pregunta.

martes, 1 de diciembre de 2009

TRUCHA Y LÁGRIMAS

Cuando pesco una trucha grande (cada vez menos) y deseo comerla, tengo una receta que es igual que utilizar lágrimas para aliñar el placer. Limpio la trucha, la desespino , saco los dos filetes sin piel y la curo unos minutos en sal marina de Mallorca con algas secas, la limpio la sal con un cepillo y la cuezo a fuego muy tenue en una crema de puerro y mantequilla fresca, pero muy poco tiempo, solo lo necesario para que la carne cambie de tono y su interior quede casi crudo. Luego, a modo de adorno o símbolo, coloco encima de cada filete unos cangrejos de río pelados que he cocido en zumo de tomate y una flor de poleo. Esos cangrejos son los que comen las truchas que pesco en mi torrente, el poleo crece en sus orillas. Pero la sal, la sal del mar Mediterráneo me sabe a tus lágrimas. La trucha queda deliciosa.