martes, 15 de diciembre de 2009

LA RECETA PERFECTA

Me gustan las pitas grandes saliendo de la arena, las rocas desnudas, el mar limpio ronroneando como un gato familiar. El pueblo ha sufrido la cirugía caótica del turismo y sin embargo sales un poco de San José de Níjar y la naturaleza está intacta, dulce y feroz, seca e inhóspita, llena de belleza. Esta casona verde de piedra y madera de los años treinta fue construida por un poeta inglés amigo de Robert Graves, pero jamás vivió en ella. Dicen que desapareció en el mar justo el día en que llegó a inaugurar la casa. Se fue a dar un baño y ya no volvió. Lo raptó una de las sirenas que nombraba en sus poemas. Eso me cuenta Ella mientras prepara una ensalada de tomate y menta y unas fanecas recién pescadas que se ha empeñado en asar en la barbacoa vieja del jardín. Pero no la escucho, solo oigo su voz y le miro las manos cuando pela con pericia los tomates y unta los lomos de las fanecas con ajos machacados con aceite. Finjo dormir en la hamaca con su sombrero de paja sobre los ojos, pero entre los agujeros del trenzado puedo verla vivir, cocinar, trabajar, llenar mi vida. No sabes ya cuantos días y cuantas noches estáis allí. Todos son la misma noche, el mismo día. La misma oscuridad en la que la amas sin descanso, en la que ella te ama, te muerde, grita, ríe, te toca, se llena, te llena. Y cuando no podéis más, cuando a pesar de que el deseo sigue intacto vuestros cuerpos ya no os responden, entonces ella te lee una de esas cartas que le escribiste hace tanto, esas palabras que parecen tan tuyas o tan suyas o tan de cualquiera que haya amado. Ella lee y tu le escuchas pero sólo oyes su voz igual que se oye ahora el mar tranquilo chocando con las rocas a lo lejos. Con los ojos cerrados. Abrazado a sus piernas, a su espalda, con las manos en sus tetas, en su cintura, en sus axilas, escuchando esas palabras que ahora no te parecen tuyas, ni suyas. Entiendes entonces porqué esa mujer está a tu lado. Porqué te desea, se corre, se ríe, te toca, te habla, te quiere. No sabes cuántos días y cuántas noches llevas en esa casa junto a ella nadando, cocinando, riendo. Cuántas noches y cuántos días de amor y de lecturas. Cuántos días y cuántas noches habéis caminado por la playa muy lejos de la casona verde. Cuántos días cogéis la Vespa polvorienta del garaje y os acercáis al restaurante de la playa y dejáis que el cocinero amigo elija por vosotros el arroz, el vino, los postres, todo un festín después del festín. El joven cocinero parece comprender, se siente cómplice y os prepara siempre los platos más deliciosos, los alimentos más frescos, los vinos mejores, como parece cómplice el sol, el calendario, el sueño, el mar, las rocas en las que os gusta sentaros hasta que llega la penumbra. Muchas, muchas veces te despiertas con la boca y la nariz muy cerca de esa mujer. Respiras entonces con fuerza. Te llenas los pulmones de su olor. Quieres ser parte de ese olor que te vuelve loco. Te comería, le dices. Te como, responde. Muchas, muchas veces, ya sin el temor de romper su sueño, le despiertas con tu deseo, tus besos, tus caricias, tus gemidos. No te importa y no le importa. Una y otra vez el amor sabe dulce, rico, animal, lento hasta que las fuerzas se os agotan y juntos, más juntos imposible, regresáis los dos al sueño y, ahora lo sé, ahora me doy cuenta, es el mismo sueño. No sabes cuantas noches ni cuantos días, pero los tienes todos protegidos, intactos, preciosos y precisos ahora en tu memoria. De esos días vives ahora o vivirás luego. Pero entonces no lo sabes, solo sabes que ella, su voz, su cuerpo, las cartas, el Mediterráneo, las sierras duras de Níjar, la noche, son todo el mismo paisaje en el que vives, el mismo alimento que te nutre, el mismo tiempo lento en el que ahora respiras sin que te importen las horas, sin miedo al futuro.

No hay tiempo. Sientes que cada carta que lees te lleva un poco más lejos en el amor, hoy todas esas palabras parecen antiguas, remotas mientras ella va desentrañando sus secretos. Muchas veces la descubres escribiendo en su Mac. Pero no sientes curiosidad por leer lo que escribe, ni piensas demasiado en lo que esas cartas dicen, solo te gusta su música. Te dejas llevar, le dejas escribir. Sales entonces solo a la playa y caminas hasta esa roca lejana en forma de tortuga. Allí esperas. La ves llegar desde muy lejos. Es un placer intenso sentir como se acerca, saber que en pocos minutos estará junto a ti y te tocará, te besará, se bañará contigo en el mar y se enroscará en tu cuerpo o tu en el suyo, flotando, lamiendo la sal de su cara, corriéndote dentro de su corazón o de su mar oscuro o de sus sueños.

Habitáis esa casa grande, retirada del pueblo, una guarida perfecta proporcionada por un amigo. Una casa llena de libros, de muebles confortables, de pinturas antiguas, de viejas alfombras marroquíes, con una cristalera sin cortinas que siempre os enseña el mar y el jardín asalvajado y una cama grande de colchón de algodón prensado en donde os escondéis muchas tardes a leer. Esa cama tiene mucho de guarida, de refugio seguro para fugitivos. Os escondéis dentro de vuestros cuerpos, el uno en el otro, atentos a cada roce y cada beso, con la música perfecta de las palabras de todos estos años en el eco de vuestro gemidos y vuestra risa. Yo no me atrevo a decir que eso es amor, el paraíso, una forma de cielo. Ella diría que soy un idealista, que estoy loco, que imagino cosas que no son, que ella no es la mujer que yo veo sino otra más vulgar, más corriente. Ella diría que no tengo ni idea de nada, que no entiendo nada de lo que le decían entonces mis cartas desde tan lejos. Pero no le importa. No me importa. Solo quiero seguir ahí, sin saber cuantos días y cuantas noches llevamos viviendo dentro de la sangre del tiempo. Sin entender si han sido las cartas, o a sido ella o el puro azar quién ha propiciado este presente.

Ahora no sabría decir porqué se escriben cartas de amor y qué ocurre cuando esas cartas que deseamos escribir no las llegamos a escribir nunca. Pero sé que todas esas palabras no escritas no se pierden, no se olvidan. Se quedan ahí, en algún lugar de nuestra cabeza y sin saber cómo nos van envenenado de tristeza el corazón. Sin darnos cuenta van destilando cansancio, envejeciendo la voz y la mirada, haciendo que seamos cada día un poco más silenciosos y menos libres. Hoy sé que no podemos aplazar su escritura, que escribir cartas de amor, todas esas cartas de amor es importante para sobrevivir, para no perder una parte de nuestra vida, para no olvidar y que no nos olviden. Para que al tiempo le cueste trabajo arrastrarnos por el mundo. Hoy lo sé. Pero no entonces. Cuando apareció por la puerta esa mujer preguntando por un tal Alexander y pretextando después que le habrían dado mal la dirección. Ella salía con una bandeja con té y una coca de almendras y le dijo. Bueno, ya que estás quédate a tomar un poco de bizcocho que el camino de vuelta hasta San José es un buen paseo. La desconocida se queda. Se sienta mirando hacia el jardín abandonado y el mar algo revuelto. Toma la taza de té entre sus manos como si quisiera calentarlas. ¿Qué tal se vive aquí?. Yo no sé que decir. Ella se toma su tiempo antes de susurrar apenas. Yo diría que esto es una de las formas que podría tener el paraíso. Lo diría si creyera en eso de los paraísos de los anuncios turísticos. Claro que el paraíso no es solo este paisaje del Cabo de Gata, es esta casa, ese jardín abandonado, esta taza de té, ese chico que anda por ahí haciendo que la vida sea un igual que esta coca recién hecha. La visitante no dice nada. Se cruza un segundo con sus ojos y luego vuelve a mirar el horizonte escondiendo la sonrisa en un sorbo de té. Bueno. Me tengo que marchar. Gracias por el trozo de bizcocho. Vemos alejarse a la desconocida por el camino de arriba, una senda que está casi abandonada y en la que yo me he perdido varias veces pinchándome las piernas con las genistas secas. Pero la visitante no parece perderse, hace las curvas por las que el camino se borra, toma recta la zona en la que la ruta solo puede intuirse. Así sentí de pronto mi vida junto a ella, una senda invisible donde es muy fácil perderse y pincharse, herirse la piel, sentir dolor y sin embargo no me había perdido en todos estos años tan lejos, podía cruzar el páramo espinoso de mi vida con los ojos cerrados y no equivocarme en ningún recodo. Nada puede hacerme daño. Solo debo tener mis manos en sus piernas mientras conduce o mi boca en su espalda antes de que llegue el sueño o mis ojos en solo suyos cuando nadamos muy lejos de la playa.

Su piel se va dorando con el sol, sus ojeras son ahora suaves. Mañana termina este dos mil diez. Me dijo anoche. A veces ella me despierta en medio de la madrugada. Le gusta recostarse desnuda en una vieja chaise longue de cuero naranja muy desgastado de los años treinta, con el Mac sobre el vientre, cara al mar entonces invisible. A veces con el ventanal abierto, dejando que el olor a salitre entre en el salón. Ven. Me levanto medio sonámbulo de la cama para acurrucarme entre sus piernas frías, con mi cara junto a su sexo. Cierro los ojos. Lee entonces una de aquellas cartas. Unas frases que deja envueltas en ratos de silencio. Frases que repite para que descubra que tras pasar unos pocos minutos, suenan diferentes, nombran otros mundos, una forma distinta de sentir lo que ahora siento. Escucho su voz y escucho el silencio, escucho su respiración sobre las palabras que ya no son mías ni suyas. Deja muchas veces que el silencio llene el tiempo. Llega el rumor del mar, el viento rizando sobre los arbustos, el sonido del corazón, pero no sé cuál corazón, si el suyo o el mío o el nuestro de entonces. Y le beso las entrañas, el origen del mundo, cierra las piernas sobre mi cabeza o me dice que suba y me abrazo entonces a su cuerpo frío y follamos mirándonos siempre a los ojos, sonriendo, adivinando cuando vamos a corrernos, esperando esa sorpresa no buscada, ese gesto, ese gemido sin miedo ni reserva que se escapa hacia el mar. Otras veces me quedo dormido allí acurrucado y el sueño me lleva lejos. Siento que viajo por países que no conozco, a ciudades que ella respiró, escucho voces en otras lenguas, camino por calles que no son de este tiempo, hablo con gentes extrañas y veo en sus ojos el amor, un extraño amor que nos protege. Cuando despierto. Cuando me despierta ella para que vayamos a dormir a la cama, no recuerdo el nombre de esos paisajes, ni de esas calles, ni de esas ciudades que me parecen sin embargo familiares porque están en su memoria. Olvido el rostro de esos extraños, solo mantengo en mi cabeza ese vago afecto, esa voluntad de todos ellos de protegerme, de protegernos, de intentar explicarme con palabras que nunca recuerdo que ellos están ahí, en algún lugar de la historia. Que ellos son nosotros y nosotros somos ellos. Cuando las palabras dormidas en esas cartas son despertadas por su voz, son otras voces las que se despiertan y otras historias las que vuelven desde muy lejos y las siento a salvo del olvido. Otras veces me quedo en la penumbra del arco que da al salón y la miro escribir, leer las cartas entre susurros, mirar en silencio hacia la noche que entra por el ventanal. Miro su cuerpo desnudo, cada día más moreno y fuerte y me muero de amor. Me late el corazón con mucha fuerza, igual que después de una carrera y sin poder evitarlo se me saltan las lágrimas aunque esté sonriendo. Me siento en el suelo. Puedo pasar horas mirándola. Sintiendo un intenso placer solo por estar ahí, dejando que pase el tiempo, viendo como trabaja, como escribe, como respira, como vive ese silencio, como repite muchas veces una frase y a cada repetición se va acercando al significado más oculto, a la última puerta que parece que nos desvelará por fin el nombre preciso del amor. Pero después de esa puerta hay otra y otra y otra y otra más, siempre. Otras veces solo me acerco para llevarle una copa de vino. Le beso en la frente o en la boca o en la mano. Le doy a beber un trago largo de vino fresco y me vuelvo de nuevo a la cama. La dejo detrás. Sé que se queda muy lejos, que tal vez puedo perderla si no regreso en ese instante a su lado. Pero me voy. Vuelvo a la cama, lucho contra ese miedo irracional y tonto, siento dolor por alejarme en ese momento de su lado, pero debo aguantar el desafío. Me acurruco bajo la sábana temblando igual que si fuera de la tela rugiera un huracán. Aguanto con los puños cerrados y el cuerpo rígido. Resisto ese dolor de la ausencia, me muerdo los nudillos, intento ser fuerte. Pasa mucho tiempo y la lucha es muy dura, quisiera gritar, morir. Entonces, siempre, llega ella y dice: Ya estoy aquí amor.

No sé cuanto tiempo, cuantos días y noches llevamos viviendo sólo del amor. Si no fuera ateo, incrédulo y cínico, diría que son estas cartas guardadas tantos años las que nos han embrujado, son sus palabras las que nos han encantado, han sido todas esas cartas de amor de tantos años las que han hecho crecer este nosotros. Se lo digo a ella y me dice que estoy tonto. Que no hay magia ni brujería, ni encanto, ni misterio alguno. Solo son palabras, tonto. Dice que me quiere con cartas y sin cartas, que soy el tipo que quiso encontrar siempre para compartir la vida. Que le gustan mis torpezas, mis errores, el vacío de mi memoria, las ojeras que tengo de recién levantado, mis silencios, mi ignorancia, la forma que tengo de mirarle cuando le llevo el vino, el tacto de mi cuerpo, el deseo que ve en mis ojos cuando hacemos el amor, esa forma de poner mis manos en sus piernas cuando conduce. Yo no entiendo el origen de su amor, pero no me importa. No le importa. Ahora sé que las palabras son preciosas, que pueden guardar secretos, verdades que se clavan en los ojos y en el corazón pero no para hacer daño sino para dar placer intenso, perdurable, lento. Ahora sé porque nos amábamos desde tan lejos. Qué importa cómo, por qué razón, de qué forma. Nos amábamos sin que la edad, ni los viajes, ni otros amores, ni el mundo de entonces y de ahora pudiera tocar la delicada espuma de sus palabras escritas, el profundo mar en el que estábamos sumergidos, en lo más oscuro y profundo, a salvo del mal, fuera del tiempo, intocables, haciendo con nuestras voces y nuestras cartas un dulce camino por venir. Hoy solo la veo a ella. Solo escucho su voz . Sólo sé que es ella quién hace vivir esas cartas. Ella. Mi amor. Entonces le hago la pregunta ¿quieres que sea tu cocinero?.

Ella se ríe, me muerde, sale corriendo hacia el mar desnuda, bonita, cuarentañera para chuparse los dedos, dulce compañera y yo escucho su voz flotando entre la brisa mientras salta tocando con sus pies el agua fría. Su voz que dice: te iba a hacer yo esa misma pregunta.

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