miércoles, 10 de marzo de 2010

BROCHETA DE BECADA Y OSTRAS EN NY

Sueño con el vuelo de las becadas entre los robles de marzo al amanecer mientras piso la escarcha de muchos inviernos y sueño con las rocas del Cantábrico cerca de Castro Urdiales llenas de grandes ostras salvajes y sueño con el pequeño parque junto a Flatrion ahora que aún es invierno y está el Snake cerrado y el ruido de la 5ª avenida es la música de mi espera y sueño con una brocheta de becada y ostras que caliento en la cocina precaria del hotel temiendo que el humo haga saltar del detector de incendios.

Tenía todo el día por delante hasta que volvieras, así que me perdí de nuevo en Chinatown para dejarme seducir por los puestos de pescados, vísceras, mejunjes, comistrajos exquisitos, deliciosos, sabrosos, raros, milenarios. Primero vi las grandes ostras alineadas en cajas de madera y luego, en otro puesto cercano ofrecían todas las aves comestibles del mundo (y varias seguramente menos comestibles) vi las dos becadas pequeñitas. Por fortuna el nivel de inglés del dueño era igual que el mío. Sonreí, señalé los bichos maravillosos, alcé dos dedos y le ofrecí, rumboso, cuarenta dólares. El señor me invitó a té y panecillos de miel. Él hablaba en chino y yo en español y ambos sonreíamos alejados por el abismo del idioma y sin embargo cómplices por el amor a los bichos con plumas que se comen. Sin decirme nada mandó pelar las aves, me las envolvió con primor en papel de estraza y me regaló los que parecían dos huevos de pato milenarios. El dependiente del puesto de pescado era chino-cubano, me dio a probar tres otras antes de comprar, hablamos de las ruinas de La Habana, de porqué todos los dictadores acaban teniendo la misma cara bonachona y tramposa de asesinos amables, de la exquisitez de un escabeche de ostras y de la mierda que comen en sus casas los norteamericanos. Ya metido en materia le conté mi problema. Esta cocina de hotel, decorativa, impoluta, con su pequeño microondas, su pequeñísima vitrocerámica y ese maldito chisme detector de humos justo encima. No es problema mi hennmano aquí mi señora le asa a Usted los pájaros cuando guste y así aprendemos eso de la brocheta de becada y ostras. Mi mujer era la mejor cocinera de La Habana. Te mando un mensaje. ¿comeremos a las 2?. Camino tras el pescadero por un pasillo estrecho que huele a todos los mares del mundo y luego subo por una escalera aún más estrecha para acabar en un bonito loft con muebles americanos modernos de los cincuenta: La Habana en Chinatwon. Su señora es china-peruana y se llama Milena, como el amor de Kafka. Le cuento el problema, sonríe, me enseña su preciosa cocina y entramos en faena. Cómo no sentirme en casa en Nueva York, cómo no sentir que Chinatown es un pequeño paraíso lleno de golosinas ricas y gente hospitalaria.

La Cocinera marca las becadas bien desplumadas en un wok con un poco de aceite y mantequilla. Son más pequeñas que las europeas. Ya doradas las asa apenas cuatro minutos a horno fuerte. Después deshuesamos las pechugas y los muslos y vaciamos las tripillas para hacer la salsa. Luego abrimos las ostras, las limpiamos de barbas y guardamos el agüilla. Le digo a Milena que vuelva a meter los huesos de las aves en el horno hasta tostarlos, después los volvemos a sofreír en el wok añadiendo el agua y las barbas de la ostras junto a un vaso de vino blanco seco. Reducimos el caldo, lo colamos y añadimos las tripas, una nuez de mantequilla y un ris-ras de nuez moscada, probamos de sal y trituramos la salsa antes de pasarla por el chino. En palitos de madera de bambú vamos ensartando intercalados pedazos de becada y una ostra hasta completar cuatro brochetas que luego, ya en el hotel, marcaré en una sartén de hierro que he comprado y mojaré con la salsa por encima. Que luego extenderé por encima de media baguette tostada antes de colocar encima del pan las dos brochetas para cada uno.

Milena mete las brochetas en un taper y me prepara otro taper con pequeños camarones azules fritos en salsa picante. Ella se enfada mucho cuando saco la cartera para pagar la comida y Oscar, su marido, me obsequia con una botellita de ron de una marca que no conozco. Revolución o vida, me guiña un ojo. Eso para acaramelar esta noche a su señora después de la cena. No le digo que no eres señora sino sirena, y muchos menos mía, y que no necesito acaramelarte porque ya sabes dulce cuando te chupo.

Y ahora estás aquí, espectadora frente a un plato de gambas azules y picantes, dos huevos de color sospechoso grisaceo-negro-amarillento-verdoso-ambarino que he aliñado con un poco de aceite, trocitos de anchoa, berros, salsa teriyaki y unas maravillosas brochetas que son una variación de un maravilloso plato que reinventó Fermí Puig. Al menos no ha sonado el detector de humos (luego descubriré que no funciona).

La brocheta exquisita y más aún la media baguette tostada empapada por la salsa de las becadas y las ostras. Los camarones rabiosos y los huevos muy extraños, con textura de gelatina y sabor a queso azul suave o algo por el estilo. Te digo que no tienen mil años, apenas cuatro semanas u ocho enterrados en una especie de pasta o barro alcalino que los “cocina” de otra forma.

Te cuento entonces la historia triste de Milena, el amor de Kafka mientras bebemos un ron con lima, menta, azúcar, hielo y la historia de la otra Milena, cocinera chino-peruana. Gracias a las dos Milenas estoy contigo, aquí, ahora, hoy.

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