jueves, 19 de agosto de 2010

CARTAS DE AMOR QUE NUNCA ESCRIBISTE

(Fotografía de Paco Rosso de las piernas de la poeta Laura Rosal)

Escribiste aquella historia con ese título tan raro: “Cartas de amor que nunca escribiste”. Fue pura vida inventar. Fuiste feliz en su escritura apresurada y furiosa y dulce. Querías demostrar que el amor no necesita muchas afinidades y si de complicidad, valentía, desnudez. También querías demostrar que sabías describir el amor. Te gustó inventarlo todo, no poner nada tuyo, jugar a esconderte en él, en Mae, en Alex, Virgilio, Alba, Lia, Ariadna... en algunos guisos apenas sugeridos.

Solo era tuya esa duda: todas esas cartas de amor que nunca escribiste. Que nunca escribimos. Que nunca escribirás ya. O eso pensabas.

Y ahora, de nuevo en una historia, borracho con la historia de amistad de un viejo cocinero enfermo de alzheimer y una loca cuidadora, embriagado por los sabores y olores de cocinas y ciudades que se me cuelan en las palabras.

Pero antes tienes otra historia pendiente a la que das una vuelta cada día. Tantas vueltas ya. La historia de una noble y misteriosa dama y de un renombrado y viejo cartógrafo a comienzos del siglo XVIII. Ella dibujando los mapas de la historia que vive y él los mapas de tierras aún desconocidas. Una rara historia de amor, descubrimientos, política, aventuras, misterios… en la época en la que la ciencia parece que por fin podrá hacer olvidar las supersticiones. Te gustará enredar además en las cocinas europeas del siglo XVIII. Aunque en esta historia vas a jugártelo todo. Los mapas que dibujan los cartógrafos sirvieron para dominar la tierra. Los mapas que inventan los cartógrafos nos llevan a lugares desconocidos de los que no se vuelve.

Me gusta ese momento de DE CARTAS DE AMOR QUE NUNCA ESCRIBISTE en la que ellos se encuentran:

(…) ¿Cuántos años tienes? Le preguntaste cuando abrió los ojos. Veintinueve. Pensaste algo ridículo: huele a mar. Le besaste los labios secos y algo hinchados para beberte su sabor o el sabor del sueño. Sí, era muy joven y sin embargo sentiste que estaba cansada de vivir, o tal vez fuera al revés. Era la vida la que se había cansado de ella dos años antes. Un veinte por ciento, me había dicho el médico. Cuando iba al casino sólo sabía apostar a la ruleta a par o impar, con menos de un cincuenta por ciento de posibilidades no había esperanza. La maldita formación de económicas, no hay magia en los números. Solo certezas. Un veinte por ciento joder, con veintisiete años. La quimio me mataba, solo quería morirme pronto, envidiaba a esos dos amigos que habían tenido la valentía de suicidarse. No quería que nadie me viese así, cadavérica, sin pelo, con unas ojeras amarillas que me daban miedo. Un día vino el viejo a verme. Sabía lo del veinte por ciento. Vamos a casa chiquilla. He hecho arreglar la casa de los guardas. Allí estarás bien. El ama te hará unos buenos desayunos de pan con aceite y tomates maduros del huerto para que recuperes el color. Ya les he dicho a los médicos que se dejen de mierdas. En cuanto se te pasen los efectos de esta sesión pide que te bajen. Te espero en el coche. Y me fui con el general. Una semana después llegaron los resultados de los análisis. Estaba curada. ¿Cuántos años?, no sé. Pero eso nunca se sabe. Mira el viejo, tenía que haber muerto muchas veces en la batalla de la Ciudad Universitaria y sin embargo no le rozó ni una bala. Será cosa de familia.

Pero esto te lo contó después del beso, de que os mordierais los labios y que os revolcarais sobre el suelo. Un segundo antes erais solo dos extraños que se tratan por azar unos momentos, os despediréis con cortesía y distancia, nunca más se cruzarán vuestras vidas. Un segundo después sois dos cómplices de la risa, la saliva, mirándoos a los ojos para que el uno se diera cuenta de que el otro también estaba allí, sin ningún miedo a dejarse llevar a cualquier parte, a tocar, a lamer, a comer, a acariciar todos esos lugares tan reales que dan forma a los cuerpos. Tras el hambre llegó el hambre. Mae fue a la cocina y preparó pan con aceite y anchoas, manzanilla bien fría, jamón. Encendió unas velas, te alimentó con sus dedos igual que antes te había alimentado con su deseo. La alimentaste con tu boca igual que antes lo hiciste con tus manos, ofreciéndoos los mejores bocados. Tu cuerpo sabe a mar si el mar supiera dulce. Tenía el cuerpo aún muy delgado, pero ya moreno del sol de la primavera del sur y en el costado, junto a uno de sus pechos, una cicatriz aún violácea delataba el mordisco de la bestia, la lucha ganada. Después de comer y de beberos la botella entera de vino os cubristeis con una sábana. Sonaban los grillos en la vega y las velas iluminaban apenas vuestras caras. ¿Qué harás ahora? Preparo un viaje. ¿Un viaje? Sí, me voy contigo a ver a ese librero.

Ahora, abrazado de nuevo por las piernas de Mae, respirando su aliento y sus palabras, dejándote llevar, besando su cicatriz violácea, su vulva rosa, sus ojos negros, no queda nada de aquel hombre que llegó cansado a la verja de una casona de las afueras de Sevilla. Estás desnudo, por fin, del infinito peso del tiempo malgastado. Después, cuando ella te cuenta quién fue, a qué sabe de verdad el dolor, de qué color es la muerte, entiendes que es verdad, que no se trataba de una borrachera fugaz de sexo y primavera, sino de un reconocimiento, de una sorpresa, de una certeza. Tienes en los brazos un trozo de la gran tarta de la vida entero para ti. Toma, cómetelo entero, compártelo conmigo, di que sí. (…)

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