lunes, 16 de mayo de 2011

ORÉGANO

Cada vez que bajo al torrente grande veo como crece el orégano. Este año habrá muchísimo y no hay nada más placentero que un buen tomate maduro, pelado y laminado al que añadimos un buen chorreón de aceite en el que hemos macerado unas horas y deshecho dos cogollos de flores de orégano fresco y verde.

Calculo que en menos de un mes ya habrá crecido las flores del orégano y podré darme el gusto.

Hay zonas de esta ribera que la cicuta, los helechos, las ortigas tienen más de dos metros de altura. Las lluvias de primavera, el agua dulce son la vida. Estos días me he movido al ritmo del reloj del sol, que es el ritmo sensato en el que se mueve la vida en el mundo y en nada se parece a todos estos cronos y horarios que nos roban el aliento en la ciudad. Salí a desayunar, por primera vez este año, a la terraza, bajo la sombrilla verde. Esta primavera es el infierno de los alérgicos pero para mi es el paraíso porque cierro los ojos y puedo descubrir y recordar muchos olores de antes. Hago un café fuerte, zumo, buñuelos. Desayuno descalzo, tocando las losas frías, dejando que la brisa mañanera me peine el despeinado del sueño.

No me engaño, el mundo está lleno de pequeños infiernos, también los hay muy grandes y hay dolor, desolación, muerte, rendiciones. Apenas hay que tener un poco de lucidez para descubrir que el porvenir sigue siendo incertidumbre gris, que nos han derrotado en casi todas las lides, que nos han engañado con cuentos y cuentas, que ni siquiera el amor nos retiró a tiempo del afilado acantilado de tantos días perdidos. Y aún así, al sol, con un café aromático en las manos y luego, más tarde, junto al río, puedo tocar la piel suave de la felicidad más instintiva, aquella que no necesita ni retóricas ni lujos.

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