viernes, 29 de julio de 2011

TRUCHAS FRITAS

El futuro es esa inmensa y desgastada palabra con la que se construyeron civilizaciones, paraísos, utopías, infiernos y también el latir cotidiano de los miles de personas que paseamos por esta bola de polvo de estrellas cubierta de agua azul y salada.

Guillermo cogió dos truchas grandes que guisé tan sólo fritas, añadiendo a media fritura una picada de tomate pelado, almendras trituradas y un diente de ajo machado. Nunca comí truchas más exquisitas.

Y me veo en el futuro allí, con él, con la puerta de la cabaña abierta, saboreando otras dos truchas grandes del Ransaran, tal vez también agotados de río y de presente y de belleza, sin embargo deseando más tiempo como ese, más futuro.

El futuro es ese deseo de volver a la vida feliz, vivida o soñada, imaginada o descrita con pocas palabras inmensas y desgastadas. La trucha enorme que corrió torrente abajo prendida en mi sedal y que yo sabía que nunca sacaría a la orilla, la ciudad desperezándose a eso de las seis de la mañana de un viernes como hoy, la crisis arrasando con todas las certezas, pero no con los gangsters , este mes de agosto que comienza y añadirá un año más a mi piel y a mis dudas.

He pensado mucho en esas truchas, en esa forma tan simple de guiso: fritura y picada. O no tan simple. De vez en cuando veía los rastros de pequeñas hogueras a pie de río, protegidas con piedras donde quedaba el rastro del espinazo de dos o tres peces. Los pescadores suecos gustan de ese primitivismo de asar lo pescado sobre las brasas con un poco de sal. Pero yo necesitaba el aceite del mediterráneo, las almendras, el tomate rojo, la sartén, el tiempo sabroso del sur.

El nudo que ata la vida al futuro es tan frágil. Por eso desde antiguo, a pesar de utilizar esa palabra para fundar imperios, religiones y mitos, los humanos sospechamos de ella, preferimos los sueños, los deseos, el porvenir incierto… desde el que viene el aroma de las truchas que ha pescado mi hijo Guillermo ya más grande y yo más viejo. El placer es distinto porque las guisará él y yo espero a que estén listas, saboreando un buen vaso de vino, sentado en una pequeña cabaña entre abedules que crecen en el círculo polar de mi memoria.

Tantos años para descubrir ahora que ese era uno de mis más grandes sueños.

jueves, 28 de julio de 2011

ARAÑAS FRITAS Y ANCAS DE RANA AGRIDULCES

(Foto de Teresa Sandiumenge) Si no viajamos con el paladar apenas nos movemos. Mucha gente viaja lejos para acabar en la hamburguesería, la pizzería o el restaurante de "comida internacional" del confortable hotel donde se alojan.

Cuando alguien “viajado” me dice “como en mi país no se come en ningún sitio” es que, en realidad, se ha movido poco o tiene el paladar saturado de chauvinismo, nacionalismo o idiotismo.

Lo que más me gusta de nomadear por otros lugares o ciudades es visitar sus mercados. Las setas del otro día en este mercadillo de Estocolmo, las ranas y arañitas fritas de este puesto callejero en cierta ciudad de Camboya están diciendo “pruébame”. No le hago ascos a nada si “está bueno” para quién lo ofrece. No es más feo un cangrejo que estas arañas. En cuanto a las ranas, en mi pueblo se hacen entomatadas y con guindilla y en Camboya con salsa agridulce picante, poco más o menos lo mismo.

Viajar con los pies es viajar con el paladar.

lunes, 11 de julio de 2011

UN GUISO FRESCO PARA EL CALOR

Dar sin esperar recibir, dar por dar, dar por nada, dar siempre, dar porque sí cuando lo que damos lo consideramos de verdad muy nuestro y, por eso, muy valioso. Lo demás es mercadeo, comercio, tantas veces trampa…

Patatas fritas como para tortilla, boletus abundantes en groseros trozos, higaditos de pollo muy picados salpimentados con sal gorda y con algo de pimentón, todo revuelto. Esta es la guarnición salvaje y simple de un par de huevos fritos y mucho pan. Hay que mojar con vino tinto tal comistrajo y sentir de verdad que la vida es dichosa y gustosa casi siempre.

Me lo enseñó un cabrero del Guijo de Santa Bárbara. Me regaló el secreto de su guiso y dos quesos frescos y unas buenas tiras de tasajo ahumado. Yo llevaba tan solo una bolsa grande de magdalenas que se comió entera, una a una, mojándolas en nata fresca de leche de cabra y colocando encima de cada magdalena un pegote de miel dura. También llevaba yo un par de puros habanos buenos que alguien me había traído de un bodorrio.

No era un Miguel Hernández el cabrero, pero tenía gracia hablando de la vida y buena mano con el Sartenón y el fuego. El me dio y yo le dí, pero no como un intercambio equivalente o como un trueque solidario y paleoeconómico. Él me dio y yo le dí porque éramos seres educados en el milenario saber el “don”, la hospitalidad y el agradecimiento. Y en el aire helado de la tarde el humo de los habanos nos hermanaba. “hay que saber disfrutar de las cosas buenas de la vida. Y las cosas buenas de la vida que son sólo cuatro…”, pero no me dijo cuales, ni porqué eran cuatro y no veinticinco o cuarenta y siete.

Compartiendo el tabaco descubrí que aquel hombre era un sabio, un gourmet y además un hombre feliz. Su guiso rotundo me acompaña algunas noches de invierno y también esa frase y su incógnita. Muchas veces me pongo a pensar en esas cuatro cosas que ahora, veinte años después, ya sé.

Una de ellas era esa, dar por dar, sin esperar recibir, la lógica del don que ha hecho posible algo tan sofisticado como la W.W.W. 2.0.

Las otras tres ya puedes suponerlas. Y te aseguro que no hay más.

viernes, 8 de julio de 2011

SIEMPRE GLOTÓN

No engordar es muy fácil, sólo hay que gastar más de lo que se come, no ver la televisión, no visitar los buffet de los hoteles, renegar de esa cosa horrible llamada gran superficie, llamada ascensor, llamada comodidad, llamada no caminar, llamada olvido… Creo que o glotón o nada, no se puede ser otra cosa, o glotón o triste.

Aquellas palabras de Ramón J. Sender en la “Crónica del Alba” de Alianza, que me regaló Reme un verano, aquella lectura inolvidable, imaginar las alambradas… y luego, el rastro de Walter Benjamin y su maleta perdida, la agonía de la tristeza de Manuel Azaña, los versos de Antonio Machado en boca de mi padre en una pradera salvaje, cerca de Collado. Por todo eso viajaba al Norte, a la frontera de algo, siempre a la frontera, arrogante, orgulloso, enamorado.

Recordar o soñar o no sé… Aquel atracón de erizos y de suquet de langosta y pollo que me pegué cerca de Girona, hace mil años, con nuestro primer sueldo de sociólogos, trecientas mil pelas de entonces, año 90, nunca me he sentido tan rico y potentando como en el momento de ir a cobrar aquel maldito cheque. Luego pasamos a Francia y nos hicieron para cenar, cerca de Colliure, en una tasca gabacha y sin nombre, un pedazo de foie a la plancha de un kilo, no exagero (yo nunca había comido "eso"), una barra de pan exquisito que nos iban tostando según lo devorábamos y cuatro docenas de ostras mojadas con un Burdeos calentorro, "cható-nosequé" dos botellas, que nos costaron más que la cena entera.... y que aún saboreo. Dormimos en la playa, en una tienda de campaña prestada y cutre, medio rota y un saco para dos, encima de la arena, aquella arena que guardaba en cada pequeño grano tanto olvido. Para mi no habrá suite más lujosa jamás. No muy lejos de allí, tal vez allí mismo, tantos españoles se habían muerto de eso, de tristeza. Me sentí protegido por todos aquellos derrotados, invisibles, encerrados, camaradas. Ella no sabía porqué esta playa. No se lo dije.

No engordábamos. Recuerdo el olor del mar aquel amanecer. Éramos tan glotones para todo. No hay añoranza, solo sabores. Esa sensación de hambre por todo, tan gozosa. Comer como entonces y no engordar.

Me importaban un bledo las militancias, lo confieso, pero no el placer, la felicidad, la plenitud, la dicha de todos, esa era la utopía más ambiciosa.

Nadie los recordaba entonces. No existía eso de la Memoria Histórica, ni de ninguna clase. Brindé por ellos con aquel burdeos tan caro, el mejor de la carta. Y por José Garcés y por el amor, ese “eterno viajar” del que escribió Benjamin y por el apetito glotón de Azaña cuando había esperanza y por no perder nunca el hambre, ni la memoria, ni la alegría.

Siempre glotones, nunca tristes.

jueves, 7 de julio de 2011

LA RUTA DE LOS SUEÑOS

Aprendemos a amar, a cocinar y durante muchos años amamos y cocinamos con las ganas, la generosidad y la paciencia de esa etapa de la vida en la que nos sentimos, y somos, inmortales.

Amamos y cocinamos, porque nada quizá nos haga más felices.

He amado algo y he cocinado mucho, Y espero seguir amando y cocinando con igual alegría que siempre.

Pronto cumpliré años. Me pueden pesar algunos días pero el Tiempo, con mayúsculas, no me pesa.

Amar y cocinar me hace feliz, pero antes y ahora, sobre todo, me hace feliz estar con Iker y Guillermo, cocinar para ellos, decir que les quiero con la sencillez que nos sale cuando no lo pensamos, hablar con ellos del mundo, discutirlo todo, descubrir de nuevo canciones, libros, experiencias, sueños…

Sus sueños… cruzar la Ruta 66 hasta L.A. con Guillermo en dos Harleys de segunda mano… Pasear por el MIT mientras Iker me explica el nuevo uso de sus nanotubos y echa pestes del gobierno del mundo, comer con los dos un cucurucho de gambas en Petaluma… No hay paraíso más feliz que los sueños de los hijos. Nunca hubo otro más real. Ni lo habrá nunca.

Luego cantaba el viejo de Sabina:“(…)Y desafiando el oleaje /sin timón ni timonel, / por mis venas va,/ ligero de equipaje, /sobre un cascarón de nuez, / mi corazón de viaje (…)”

miércoles, 6 de julio de 2011

CARNE Y FUEGO

A veces, por un instante, piensas en la otra vida que podías haber tenido a partir de un azar o esa decisión que te llevó hasta el aquí y ahora de tu vida presente. Carnívoros, vampiros, carroñeros, nos gusta el alimento palpitante, aquel que tuvo vida, somos devoradores de otros aun cuando a veces, en silencio, nos espante ese gusto si lo pensamos despacio. Pero la alternativa es la sórdida elección de los rumiantes o de los simples que piensan acaso que los vegetales no son seres vivos y no sienten la muerte cuando se les arranca de la tierra y convierte en alimento. Matamos para comer o delegamos esa muerte en otros. Hablamos de todo esto ante un asado. El asado, esa forma primitiva y deliciosa de transmutar lo crudo en lo cocido. Ese saber, ciencia, secreto de poner carne en el fuego y esperar su punto. El punto que convierte la carne fría de un cadáver en alimento caliente y delicioso. Podríamos comer solo frutas, semillas, leche, así no mataríamos. Y tu argumento se deshace en el crepitar del asado sobre las brasas. Has hecho el fuego en el jardín, esperado con paciencia a que la leña se haya convertido en carbón y luego, igual que la bruja de los cuentos, has echado al fuego hierbas secretas de olor intenso y has colocado la carne en el espetón después de untarla con cierto aliño que no me has dejado ver.

Amarse es devorarse, comer carne, también caliente, palpitante, rica. Amar es hacer fuego con el cuerpo. Y tu te ríes de mis palabras tontas y dejas que te coma los jamones y el costillar sin miedo. Tenemos una hora hasta que el asado esté a punto. Y eso basta por ahora. He esperado veinte años, el tiempo ha hecho madurar tu carne el punto justo y me sabe a lo que sabe la vida que uno sueña. No hay orden, pies, cuello, culo, labios, dedos, espalda, sexo, orejas, ombligo, cada parte es igual de comestible y rica.

Entiendo ahora esa canción excesiva y tropical, devórame otra vez, creo que se llama. Te vuelves a reír y abres las piernas y yo la boca.

Carne. No hay trampa ni cartón, ni sutileza. Su presencia no puede disfrazarse. Placeres de la carne decían los píos con conocimiento de causa, porque placer es comer carne y también devorar la carne del amante. Muchas veces he mirado hacia atrás. Solo entonces descubrimos que el tiempo es una grieta enorme. Solo entonces echamos de menos el sabor que nunca paladeamos. Así que hoy, envueltos en el olor del asado que se hace despacio en el jardín, te toco y te beso como debí hacerlo entonces. Entonces no sabía hacer un asado, me dices. La edad, los años, pasados los cuarenta, hacen que la belleza de los cuerpos tengan muchos más rincones para saborear y que los gestos, más sabios, sean también más libres y dichosos. He amado a veinteañeras dulces como bizcocho caliente pero amas a una mujer que pasó los cuarenta y es carne, asado tierno, amor para devorar con hambre, nada que ver. Se que no te gustará mi comparación de cromañón macho, más no me importa. Yo, o cualquier gastrónomo lector de edades, sabrá valorar y afirmar lo que te digo.

Carne, qué rica. Comemos el asado sin separar el espetón del fuego para que no se enfríe, para que se vaya haciendo lo que queda. Aliñaste también unas verduras asadas: pimientos, berenjenas, cebollas tiernas, calabacines, espárragos verdes, todo un festín.

Yo, de natural pesimista, tenía la certeza de que ya nunca más nos encontraríamos. Ambos tan lejos, tan distintos y extraños, metidos cada uno en su madriguera laboral, en la costumbre fácil, en esta inercia cómoda, ese dejarse llevar hacia delante sin romper nada. La felicidad es carne, un asado y dos bocas con hambre y sin miedo a comerse. La carne se fue haciendo lentamente, se fue haciendo sabia, generosa, tierna, dejando atrás la belleza fácil de los cuerpos jóvenes, igual que el asado, el calor y el tiempo fue transformando su sabor hasta hacerse exquisita. Miles de generaciones de humanos devoraron asados y ese recuerdo está ahí dentro en el inconsciente colectivo que guarda los sabores.

Durante años no dejamos que se rompiera el hilo, pero un hilo no teje nada, apenas sujeta una cometa que el viento o las tormentas de los años acaba rompiendo. Pero no se rompió y un día tiramos del hilo y fuimos acercándonos hasta vernos de nuevo. Tu y yo, dos cuarentones que veinte años atrás comieron e hicieron fuego juntos. Tu y yo, metidos ahora en una cama después de comer, haciendo siesta como los leones y como ellos ronroneando la golosina del deseo, con mi zarpa en tus huesos, con tus uñas en los míos, el hambre satisfecha, la piel desnuda en el abrazo y el rumor del viento de la tarde en las hojas secas del jardín.

Entonces te digo o pienso o escribo: no quiero ser mañana tu amante, ni tu novio, ni tu amigo. Solo quiero ser carne en tu boca como ahora.

martes, 5 de julio de 2011

EL SECRETO DE LA RECETA

(Fotografía de Gravekiss)

No hay amor sin ternura, deseo, admiración y misterio.

No hay cocina sin cariño, saber, tiempo, intuición y misterio.

Misterio en quién amamos. Misterio en la receta.

El misterio es no saber, desear saber y no hacer nada por saber o destapar ese misterio. Secreto y la magia son sus ingredientes, además de un poco de sal y de pimienta.

Hay quién no lo soporta, quien desea y exige saberlo todo y conocerlo todo del otro, su pasado, su presente, su probable futuro…, Que te gusta, que no te gusta, quienes fueron tus amores, cuales son tus fobias, que parte de tu cuerpo cambiarías, porque no soporta el hígado empanado, que harás si sale mal, que harás si sale bien... Hay quién piensa que si guardas secretos en tu corazón o de un guiso es que escondes una trampa, una infidelidad, un ingrediente vergonzoso.

Y hay a quién no le importa que guardes tus secretos o tus misterios o tu poquita magia. ¿porqué saberlo todo?, ¿porqué necesitar saberlo todo?, ¿porqué esa voluntad y esa obligación de exponer a la luz todo lo que somos o no somos?... Huyo de las diseccionadoras, las analizadoras, las amantes de la autopsia y el rayo X. Me gusta que te guardes de ese guiso tan rico el secreto que le hace realmente delicioso. Me gusta que no me lo digas todo, que tengas tus secretos y que sean muchos y grandes y remotos, que en este mundo de exhibicionismo y ciencia, tengas muchos lugares en tu vida y en tu corazón que son para mi desconocidos.

Soy curioso, muy curioso, soy científico, quisiera saberlo todo del mundo, me interesan casi todos los temas de casi todas las ciencias, pero no quiero saberlo todo de ti. Quisiera tocarte, escucharte y sentir que ahí delante hay mucha penumbra desconocida, muchas tierras ignotas, mucho cielo lleno de galaxias aún sin nombre.

Tiene su secreto el sencillo café con cardamomo, las lentejas de Abraham, la tarta Tatín, el romesco, los huevos fritos, mi salsa holandesa… Tiene secreto un beso a distancia con la mano que nos llega dentro y caliente, esa sonrisa muda mientras te alejas de nuevo por la ciudad, esa caricia que insiste en probar si suena por fin mi voz.

No me cuentes tus secretos, deja que invente, suponga, imagine, fabule, sueñe. No te diré jamás porque me sale tan bien este suquet. No me digas jamás que ves de mi cuando, otra vez, te alejas.

lunes, 4 de julio de 2011

ACEITE VERDE Y CALIENTE

(Fotografía de Elena Baca)
No pasamos juntos más que unas pocas tardes. Algunos besos a destiempo y nada más. Después distancia, años, silencio. Sin embargo, desde los remotos mundos que habitamos, mandábamos a veces una carta.

Cambiamos de ciudades, de dirección, de casas, casi de vida. Cambiamos nosotros, las líneas de nuestro cuerpo, la forma de mirar el mundo o nuestra propia voz. Pero nunca rompimos el invisible hilo de las palabra. De vez en cuando, de año en año, tu seguías escribiéndome. Pocas veces nos vimos, siempre en lugares casuales, nunca solos. Quiero pensar que aplazamos el momento de volver a tocarnos, creo que por timidez más que por el temor de descubrir que ya éramos, de verdad, otros.

Nuestra cultura no enseña a esperar, aplazar, dejar para el futuro, creer que el tiempo es una línea larga y recta. Tarde descubrimos que ese aprendizaje es la forma más perfecta de aniquilación. Eso pensé aquella madrugada en la que nos vimos en la calle Libertad. Nos echaron del bar y no encontramos ninguno más abierto. Madrid también ha cambiado. Me llevaste a tu casa. Ni siquiera al entrar encendiste la luz.

La oscuridad, cuando apenas faltan dos horas para el amanecer se puede comer. Dicen que es alimento de fieras y alimañas. También de aquellos que han descubierto que comer, la risa, los cuerpos, el agua, el bosque, una ciudad, son las únicas patrias que nos hacen humanos. Sobre todo la risa en la oscuridad de esa madrugada primera y de otras muchas. No puedo decir que me guste cocinar, no puedo decir que me guste escribir o amar. Gustar no es la palabra. Cocinar, escribir, leer, amar, son la cultura, la humanidad entera en cuatro palabras. Y son mi vida.

Esa era también tu especialidad, pasar a palabras las mil formas que los hombres y las mujeres han adoptado para vencer al paisaje o mecerse en él. Cansada de la llamada antropología urbana estudiabas desde hacia veinte años la intima relación entre la humanidad y las plantas: etnobotánica llaman a esa extraña ciencia.Venga antropóloga lista, yerbóloga, ¿como nombrar en dos palabras lo que tiene de cultura nuestra cocina?. Y tú, en un segundo, encuentras dos palabras, igual que has encontrado en dos minutos la forma de volverme loco. Dos palabras sólo para definir lo que tiene de cultura la cocina sin caer en Marvin Harris o Levy-Strauss. Aceite caliente. Me susurras al oído. Ahí está entera nuestra civilización en una sartén de aceite de oliva caliente a la espera de freír cualquier vianda. Esa fue mi tesis doctoral.

Habías pasado muchos años lejos, en selvas llenas de bichos y de barro, herborizando lianas y probando brebajes y elixires inmundos. Cada día descubría en tu piel nuevas cicatrices, señales por las que nunca me atreví a preguntar. Sin embargo tu cuerpo seguía teniendo esa apetecible delgadez, dureza, color de adolescente sana y cuidadosa. Aceite de oliva caliente.

Yo, por el contrario, trabajaba en un despacho, aplicando la antropología al consumo, el marketing, la publicidad. Visitaba los hogares de extraños que se prestaban a ello cámara y cuaderno de notas en ristre como si estuviera viviendo entre pigmeos o yanomamis. Les hacía encuestas, analizaba el orden de sus neveras, al disposición y uso de la cocina, la casa o la forma de hacer la compra en el super con los ojos alucinados y llenos de prejuicios de esos antropólogos locos que cogieron la malaria, una diarrea a unas buenas purgaciones en los Mares del Sur o el Amazonas. Microondas y plástico, esas hubieran sido mis dos palabras para definir nuestra cultura hasta que tu apareciste.

Yo no traje nada de mi vida a tu casa y tu ni siquiera abriste las cajas que guardaban la tuya recién llegada a la ciudad. Cocinábamos despacio, como viejos amantes jubilados que han aprendido a dejar el deseo para el postre, pero comíamos el postre como niños glotones y golosos. ¿Qué somos sino aceite caliente?, olivares, aceituneros altivos, almazara, fritura de pescado, buñuelos, churros. Se notaba que hacía mucho tiempo que no pisabas esta tierra. Pero yo no era quién para nombrar la verdad.

Te gustaba que te hiciera rosas o buñuelos para desayunar. Aceite caliente.

Es un placer volar rápido por el cielo con la palanca del gas a tope o tirarse en bicicleta por la larga cuesta que baja de Yuste sin parar de dar pedales hasta que llega ese punto en el que el viento te impide ir más y más deprisa. Pero es un placer cocinar y amar muy despacio cuando han pasado veinte años del último beso. Metes tu dedo en el aceite y me das a chuparlo. A eso saben cinco mil años de cocina. Pero a mi no me sabe tan antiguo, solo a presente, a pasear entre los olivos y asustar a los zorzales cuando se preparan para viajar a Siberia, sentir el tacto de tu mano, besar tus cicatrices de niña de la selva, abrir con cuidado tus álbumes de plantas y escuchar como era el lugar donde las recogiste, qué poder esconde su sabia o desde cuándo el hombre descubrió sus secretos.

No sé cuando te irás. Solo sé que te gustan los churros y las rosas de sartén que te hago en el aceite caliente y espero que te engorden un poco como engordan los pequeños malvices antes de cruzar volando toda Europa. Tu cruzarás el Atlántico y te perderás otra vez en el corazón de las tinieblas, en esa floresta peligrosa de la que arrancas sus secretos a cambio de que ella te arranque a ti también jirones de piel y te muerda. Y te pierda.

Pero no pienso en volver al trabajo o a tu ausencia. Ahora estás aquí y solo somos aceite caliente en donde hago filigranas con la masa de los buñuelos y sumerjo el hierro extraño empapado en la masa líquida que por arte de magia se convierte en una rosa crujiente. Me miras siempre en silencio cuando hago la masa de los buñuelos. Es muy fácil, te digo, mitad de agua y de leche templada, un pellizco de sal y luego solo hay que ir echando la harina en el pequeño puchero de barro con el agujerito al lado. Echar harina y remover para que no se hagan grumos hasta que la masa esté a la vez pastosa y líquida. Solo entonces añadimos media cucharadita de bicarbonato y seguimos removiendo hasta que el aceite está caliente y humea. Inclinas con cuidado el puchero y sale por el agujero una cuerda fina de masa líquida que se cuaja al instante al caer en el aceite. Formamos pequeñas roscas concéntricas en la sartén que cuando están doradas por un lado damos la vuelta y sacamos después, en pocos minutos, a un plato en donde tú los decoras con hilo fino de miel que dejas caer desde lo alto. Los haré a donde vaya y me acordaré siempre de tu sabor cuando me meta un pedazo de buñuelo con miel en la boca.

La masa de las rosas es un poco más difícil. El hierro parece un extraño y antiguo instrumento de tortura, algún invento maléfico para marcar a fuego a los proscritos. Pero es hierro de paz. Solo sirve para dar forma a la masa frita de las rosas. Se hace también una masa semilíquida con dos huevos, leche, un chorrito de anís, una pizca e flor de vainilla machacada y poco menos de doscientos gramos de harina. Cuando la masa esta fina y sin grumos, fluida pero no líquida, sumergimos el hierro, que ya estaba en el puchero de aceite, en la masa y volvemos a sumergirlo en el aceite. Nace al instante la rosa que se separa del utensilio y navega sola por el burbujeo hirviente. Cuando están apenas doradas las sacamos sobre un papel absorbente y solo en el momento justo de comerlas las rocías con miel. Miel salvaje, ganadería de los insectos. Dices. Y seguro que las rosas son un invento de algún árabe listo del año setecientos. Seguro, después de muchas generaciones han llegado hasta aquí, a tus labios y a mis manos. No te digo el secreto. Tampoco te cuento mi decisión. Más adelante sabrás que me voy contigo a la selva a perseguir plantas sagradas y beber juntos zumo de liana. No me importan las escolopendras blancas, ni las víboras, ni los jejenes, ni las rayas o las pirañas de los igarapés. Me fascinaron de niño Quiroga y Kipling, se cazar y pescar, pero, sobre todo sé hacer buñuelos y rosas de sartén. Hacer dulces sobre el aceite caliente y secreto de tu cuerpo hasta en el infierno, aunque sea verde.

LAS CARNES

“El placer de la carne”, “los pecados de la carne”, “la carne es débil”. A mi esta chiquilla y su música me dejan frío, pero su modista carnicero me gusta. Nos seguimos vistiendo con las pieles de los animales y nos adornamos aún con su marfil, sus astas, sus huesos… pero un vestido de carne alude a lo que somos: carne también.

La carne cruda nos enfrenta a la agresividad, la necesidad de la muerte, lo primitivo de nuestra alimentación. La cocina disfraza, maquilla, convierte lo crudo en otra cosa, en cultura, ya lo decía el abuelo Claude Leví-Strauss. El hecho es que no somos rumiantes (todavía).

La carne desnuda nos enfrenta al instinto, al impulso sexual, lo primitivo de nuestro deseo. La moda, el maquillaje, la cirugía, el photoshop convierte la belleza imperfecta en otra cosa, en simulacro, en sueño (o pesadilla), ya lo decía el abuelo Jean Baudrillard. El hecho es que no somos de plástico (aún).

Pero me gusta la carne cruda, la carne desnuda, rebuscar en la memoria esa pasión animal, esa forma de apetito con poco filtro, con poca literatura, con poco adorno. A eso se refería un poco Sert en su entrevista, eso de que “para disfrutar hay que guarrear”.

No me provoca el deseo esta imagen, ningún deseo, pero si las ganas de pensar qué tiene la carne cruda, la carne desnuda y sin adornos, afeites o salsas… para que a unos repugne y a otros despierte el hambre más caníbal.

Nada como los placeres…. de la carne…