viernes, 8 de julio de 2011

SIEMPRE GLOTÓN

No engordar es muy fácil, sólo hay que gastar más de lo que se come, no ver la televisión, no visitar los buffet de los hoteles, renegar de esa cosa horrible llamada gran superficie, llamada ascensor, llamada comodidad, llamada no caminar, llamada olvido… Creo que o glotón o nada, no se puede ser otra cosa, o glotón o triste.

Aquellas palabras de Ramón J. Sender en la “Crónica del Alba” de Alianza, que me regaló Reme un verano, aquella lectura inolvidable, imaginar las alambradas… y luego, el rastro de Walter Benjamin y su maleta perdida, la agonía de la tristeza de Manuel Azaña, los versos de Antonio Machado en boca de mi padre en una pradera salvaje, cerca de Collado. Por todo eso viajaba al Norte, a la frontera de algo, siempre a la frontera, arrogante, orgulloso, enamorado.

Recordar o soñar o no sé… Aquel atracón de erizos y de suquet de langosta y pollo que me pegué cerca de Girona, hace mil años, con nuestro primer sueldo de sociólogos, trecientas mil pelas de entonces, año 90, nunca me he sentido tan rico y potentando como en el momento de ir a cobrar aquel maldito cheque. Luego pasamos a Francia y nos hicieron para cenar, cerca de Colliure, en una tasca gabacha y sin nombre, un pedazo de foie a la plancha de un kilo, no exagero (yo nunca había comido "eso"), una barra de pan exquisito que nos iban tostando según lo devorábamos y cuatro docenas de ostras mojadas con un Burdeos calentorro, "cható-nosequé" dos botellas, que nos costaron más que la cena entera.... y que aún saboreo. Dormimos en la playa, en una tienda de campaña prestada y cutre, medio rota y un saco para dos, encima de la arena, aquella arena que guardaba en cada pequeño grano tanto olvido. Para mi no habrá suite más lujosa jamás. No muy lejos de allí, tal vez allí mismo, tantos españoles se habían muerto de eso, de tristeza. Me sentí protegido por todos aquellos derrotados, invisibles, encerrados, camaradas. Ella no sabía porqué esta playa. No se lo dije.

No engordábamos. Recuerdo el olor del mar aquel amanecer. Éramos tan glotones para todo. No hay añoranza, solo sabores. Esa sensación de hambre por todo, tan gozosa. Comer como entonces y no engordar.

Me importaban un bledo las militancias, lo confieso, pero no el placer, la felicidad, la plenitud, la dicha de todos, esa era la utopía más ambiciosa.

Nadie los recordaba entonces. No existía eso de la Memoria Histórica, ni de ninguna clase. Brindé por ellos con aquel burdeos tan caro, el mejor de la carta. Y por José Garcés y por el amor, ese “eterno viajar” del que escribió Benjamin y por el apetito glotón de Azaña cuando había esperanza y por no perder nunca el hambre, ni la memoria, ni la alegría.

Siempre glotones, nunca tristes.

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