domingo, 30 de octubre de 2011

CODORNICES AL BARRO


(Ilustración de Oriol Jolonch)  Encima del gran tocón viejo y pulido, la navaja pinchada, las viandas, el pan, la bota vieja y llena, el fuego chisporreteando por la grasa de las morcillas y las palabras sabrosas. Y entre las brasas, hago codornices al barro.

Los nómadas tenemos un defecto. Amamos para siempre, aunque nos pese, aunque el tiempo desgaste las montañas y la vida cambie la forma en que tocamos la intemperie, la voz para callar, la fuerza antes incansable de las piernas o el filo de los dientes. No olvidamos. No dejamos. No mentimos, cuando el corazón o el hambre escribe el nombre nada lo desgasta, ni lo pierde. A veces, tantas veces, la vida cambia a quién amamos igual que a veces cambia el sabor de la fruta que tanto nos gustaba, extinguido lo antiguo, la sazón sabrosa, el brillo al mirarnos cerca o lejos, de esa piel que fue nuestra sólo a veces.

No he perdido ningún placer, no aborrezco ningún alimento que me guste, no odio los sabores que alguna vez he amado, no olvido ni convierto lo que una vez fue golosina en rancia raspa, no ha madurado mi paladar, ni mi ideología, ni mi forma de amar, tiene el mismo sabor a vino joven, tinto, afrutado y fuerte, del que no da miedo beber despacio una pinta y repetir sin temer a la resaca, aunque la haya.

Los nómadas sabemos sobrevivir en los caminos nevados con un puñado de higos con nueces, la navaja pequeña de repartir el pan y el abrigo viejo que heredamos de otro. Y en un descanso, en un refugio como este, ante el fuego y el tiempo de la noche, describimos que sabor tenía hace ya tiempo la belleza, su voz de sirena cuando hablaba en sueños, el tacto de estufa templada de sus palabras cuando éramos nosotros los arropados por su fuego. Es un defecto, lo sé. Olvidar es de humanos, es sano, terapéutico, práctico, pero para los nómadas olvidar es la forma más dura de la muerte, por eso amamos para siempre, porque sabemos el secreto, la mentira callada de quien duerme en el confort de su discurso brillante y su casa segura: que la vida, en el camino, es muy corta y ya que no atesoramos riquezas, guardamos para siempre la memoria. Porque “para siempre” es nada, puñados de días como agua y siempre escasos. Pero no hay temor alguno en esta escondida certeza sino todo lo contrario, placer para vivir, en el vivir, sobre vivir.

Ahí fuera llueve fuerte, me pasan el pan, la cecina roja, los tomates secos, la bota de vino templado que sabe a siempre. Y yo paso los orejones dulces, las nueces, las castañas, los higos, la morcilla de calabaza que ahora asamos, el licor de cerezas que llevo en mi mochila. Comienza noviembre, ya hay nieve arriba.

He limpiado las codornices y las he rellenado el vientre de menta fresca y pequeños pedazos de melocotón seco. Las he salpimentado y envuelto en una hoja de col y luego, con arcilla corriente, vale la de modelar, he fabricado un pequeño baúl para meter cada codorniz. Bien sellados los cofrecillos los he colocado al amor de las brasas para que se hagan. Basta media hora. Luego rompemos el baúl de barro duro con una pequeña piedra y a comer, sobre el tocón, con los dedos.

Es un defecto, nadie es perfecto. Pero en el camino, para los pocos nómadas que quedan, es un lujo olvidar, dejar de amar, de apetecer ese alimento que antes nos hacía brillar los ojos de glotones. Nunca.
Quien olvida el hambre, o el sabor de un alimento que una vez fue preciado o el de un cuerpo que una vez fue mordido con intención golosa, no es de esta estirpe, que se largue de aquí a su casa con tele, microondas y alarma. Para nosotros y nosotras es el inmenso lujo de este fuego de hoy y de esta  larga intemperie.

martes, 18 de octubre de 2011

CENA EN MISIONES




Se asa sobre las brasas un chicharrón trenzado y entra su olor y el humo hasta la tienda. También he hecho un tiradito de surubí con ají amarillo y un poco de maíz tierno.

A veces, no siempre, hay belleza en las palabras escritas o dichas o imaginadas.
Y hay quien las aprecia y saborea. Y hay quien las escucha y las ignora. Y hay quienes no conocen su terciopelo y su filo. Y hay quien sienten solo ruido y molestia.

Igual en la cocina, ante las sartenes y los fuegos, ante los guisos y las salsas. Hay quienes pasan de largo. Y hay quienes acarician, antes de que nazcan, los sabores.

Yo no sabría vivir sobre el silencio y la hoja de lechuga, sin mis lecturas y mis sopas, sin tu forma de leerme y de comerme.

¿Cuál es mi sabor? Preguntas ahora tú. Pero no puedo usar las semejanzas, ni las metáforas, los símiles ni las equivalencias. Pruebo otra vez, saboreo despacio. No te digo que sabes igual que me saben a veces muchas de las palabras que están escritas hace muchos años, que escribieron otros que ya no están, que se pronunciaron hace siglos en otras lenguas por otras bocas en otros libros y otras ciudades.  El viento sube fresco a la colina e imagino que suena la música guaraní que guardan estos adobes y estas piedras, las ruinas son hermosas y el Paraná y el Yacuy Guazú no queda lejos.  Esta mañana he pescado allí dorados y un surubí y he sentido como su piel de oro y su piel de tigre estaban llenas de palabras muy antiguas. Por eso ahora, antes de que salgamos a devorar el asado o a que nos devoren a nosotros los zancudos, busco en tu piel el sabor preciso de todas las palabras que te visten, pruebo tu sabor, degusto tu carne, leo entre tus pliegues con los ojos cerrados. El asado debe estar ya en su punto pero antes, como entrante, estas cervezas y tú. Festín de silencio, salazón de palabras y zumo de tu cuerpo.

lunes, 17 de octubre de 2011

SOPA DE MEMORIA II

(Foto de Konstantin Alexandroff) Debe haber ahí fuera cuatro palmos de nieve helada y el termómetro marca menos veinte grados pero lo que más me impresiona es este silencio y luego, a eso de las cinco, el sonido de las ruedas de clavos por el camino y los tres pares de alógenos de tu coche rompiendo la penumbra de la tarde y asustando a los abedules.

Me hablas de la ciudad, de los líos de la oficina, del nuevo edificio, del alce que se te ha cruzado en la curva del puente viejo. He traído el paquete que enviaron de España con el vino y el pan. Estoy haciendo una sopa de cachuelas.

Te quitas la ropa de mujer seria, coges mi cebollero preferido y me dices ¿te ayudo a cocinar?

Preparo una ensalada de pepinos agridulces, manzanas secas y salvelino ahumado.
Abro el vino. Cierro los ojos. Me sirvo una copa abundante.  Sabe a otoño verde, a madera ahumada, a cerezas secas,  a zumo de granada. ¿Por qué el buen vino, siempre, evoca tantas cosas?

Sofrío en un poco de aceite de oliva los dados de hígado de cerdo que antes he adobado ligeramente con pimentón. Los retiro y añado la pequeña cebolla tierna muy picada. Cuando está blandita pongo en la cazuela los tres tomates rojos sin piel y sin pepitas cortados en dados pequeños, cinco minutos después vierto un vaso de agua al que he añadido un diente de ajo machado, la sal y un puñadito de cominos. Por último sumerjo en el guiso los dados de hígado, dos vasos más de agua y dejo cocer despacio al amor de la chimenea largo rato. En el momento de servir, en una fuente honda llena de pan asentado, cortado en finas lonchas vierto la sopa. Acompaño este guiso con unos pimientos secos y después fritos unos pocos segundos para que queden muy crujientes.

Son las seis y ya es noche cerrada. Me preguntas si esta sopa es típica de España y que significa "cachuelas". No lo sé, yo la aprendí en un pequeño pueblo del suroeste que está en un valle fértil y muy verde en el que se cultivan los cerezos, el tabaco, los pimientos, los higos, las castañas. Un pequeño valle lleno de gargantas de agua limpia y de robles sabios. No le digo que el sabor de esta sopa me recuerda a mi infancia. Salgo a la noche helada a fumarme una pipa. Te vas a congelar. Esta noche tan serena puede que baje el termómetro a treinta bajo cero. Nunca pensé entonces, con quince años, que iba a cocinar hoy tan cerca del círculo polar y que escribiría durante horas mirando a un bosque dormido, que me gustase tanto el frío, la nieve, el silencio. Dormir bajo una manta de piel y soñar despacio con los olores verdes de abril en un pequeño valle del sur. Te acaricio y me alegro que hayas dejado el cuchillo cebollero en la cocina.

miércoles, 12 de octubre de 2011

SOPA DE ASOMBRO

(Ilustración Margarita Surnaite) Me asombra cuando siento que va envejeciendo mi piel, pero no mi forma de mirar. Mis ojos brillan igual que siempre cuando escucho The Bridges Madison County, cuando caen los primeros rayos de la mañana sobre el chaco “la Vená” y lanzo en lo más hondo mis ninfas, cuando se va cuajando la tortilla de patata y el hambre se entretiene mientras tanto con unos pequeños sorbos de buen vino, cuando alguien me dice que me quiere y no utiliza las palabras, cuando mi hijo se levanta muy temprano para acompañarme al campo a buscar boletus. Me asombra que no se rompa la belleza del monte que baja hasta la garganta desde Collado en esos días en los que florece el orégano y los helechos tienen un verde casi fosforescente, o el sabor del arroz cuando se ha producido la alquimia de la paella y comienza a tostarse por abajo, cuando las manos acarician esa espalda y sentimos que no somos nosotros los que seguimos columna abajo, con los ojos cerrados, hacia los lugares más sabrosos de la historia. Me asombra casi todo lo que una vez me asombró al descubrirlo, el sabor del té rojo con cardamomo, de la cerveza negra de la Ardosa, del vino de Jerez en la Venencia, del agua del venero que bebo siempre a morro, de un verso de Kavafis, de un tomate maduro que me regalan, unos labios dormidos, unas sábanas limpias, una libélula roja que se posa en mis manos, por un segundo, sin saber que se quedará tantos años embelleciendo mi memoria. Me asombra, hoy, el sabor de un helado, del café, de la tarde, del aire que nos damos, de imaginar un viaje al invierno. La vida nunca aburre. Dicen que el asombro es a la vez rasgo de inteligentes o de idiotas, pero vivir, de nuevo, aquello que da placer o es placentero, nos permite comprobar que no soñamos, que es real, repetible e igualmente gozoso. Volver de nuevo a un sabor, a un vino, un guiso, un cuerpo, un río, un recuerdo, un camino, una ciudad y tocar otra vez ese asombro de tontos o de sabios.
Como el guiso de la sopa de tomate que devoré ayer, su perfume a comino, la sabrosa acidez del tomate maduro, del pimentón ahumado, del pan de hogaza, del machado de ajo y del huevo escalfado. Un guiso que tiene más de cinco siglos. Y asombrarme, otra vez, de cómo la sencillez es a veces perfecta.

martes, 4 de octubre de 2011

FIDEUÁ PARA MOZART

Dibujo: Andrea María Duse

Paellera fenicia donde se hace un sofrito de cebolla, pimiento verde, calabacín y tomate maduro, contramuslos de pollo troceados, caldo de morralla. Luego fideos gordos. Unas gambas crudas y briznas de azafrán para engalanar una cena sencilla y rica. Pero el viento de la noche, el vuelo de una lechuza traviesa que viene a visitarnos y el vino de nuestras copas es reserva de príncipes porque hoy el tiempo es sólo nuestro y pasa tan despacio como la Vía Láctea hacia el confín del Cosmos.

Volver a lo cercano, a lo que se esconde entre el bosque da la memoria y el río de la infancia. Volver a la cultura de lo que destilaron miles de días en miles de fuegos distintos hasta cuajar el guiso en nuestra casa, en manos antiguas y ahora en mis dedos de cocinero olvidadizo. Suena una cantata de Mozart, tal vez la última que imaginó y compuso.

Fuimos nómadas, curiosos, poco tribales. La palabra “nuestro”, “aquí”, “cercano”… no nombra territorios, ni patrias, ni regreso. Somos del ancho mundo aunque a veces, sentados en las arenas caliente de ese río o rozando con los dedos las hojas de los castaños y oliendo el rocío de octubre en los helechos algo nos estremece. Volver a lo cercano más no como refugio, ni como nicho, guarida o fortaleza. Sólo volver para soñar un rato, para saborear las castañas crudas, oler las setas, pisar la sombra de las hojas a punto de caer. Pero nunca volver para quedarse sino para partir de nuevo, cada vez más lejos.

A falta de arroz bomba utilicé los fideos. Me gustaría haber añadido el lujo de unas almejas y unas judías tiernas pero quería salir pronto de la cocina a sentarme contigo y sentir que también hoy es verano aunque diga el calendario que desde ayer ya estamos en Octubre. ¿volviste ya de tu viaje?.

Tal vez no me escuchas, no te crees que los nómadas caminan sólos y sólos gustan de sonreír ante un sabor recordado, el sonido de una voz, el ruido de tanta gente que se siente segura en sus ciudades, tal lejos hoy. Sólo, pero no solitario, porque el nómada gusta de compartir caldero con otros caminantes y dormir abrazado a quién ama y dejar que el silencio y los ojos tan cerca nombren el tiempo sabroso y deseado. El nómada no odia, ni olvida, ni abandona pero tampoco atesora, ni toma, ni arranca para guardar. Al nómada le gusta contar historias, se embriaga con la música y da a las palabras el valor que en otras islas tienen las perlas y los collares de cuentas de vidrio rojo.

Fideuá en paellera fenicia bajo lo lengua de estrellas de un rabo de galaxia y el vuelo curioso de un lechuza. Me gusta la soledad, el silencio, la lentitud, los ríos en abril, el primer sol cálido de marzo, la última nieve espesa de febrero, la semblanza que hace de Mozart un escritor nómada llamado Mauricio Wiesenthal. Mozart, el más grande, sin embargo fue despreciado, ninguneado, pagado pobremente, engañado, perdido, agotado. Mozart, ¿puedes imaginarlo?,el genio que casi nadie valoraba, enterrado en una fosa común en el féretro más barato. Pocos años después limpiaron esa fosa y no quedó ningún lugar al que llevar unas rosas, ¿puedes creerlo?.

Comemos la fideuá y suena la cantata masónica “elogio de la amistad” a coro con la lechuza, la música de las estrellas, el silencio de esta noche, la brisa por fin fría y el sabor del vino joven que enredará nuestros los sueños. Seguro que a Mozart le gustaría una noche así, una cena así.