viernes, 6 de enero de 2012

PESCADO AZUL EN SOBRE AZUL



Me llegó la carta rebotando en ciudades, perdida muchos meses, hasta que el milagro de correos acertó mi guarida aunque en el buzón no tenía puesto ni el nombre. Dentro del sobre azul solo una palabra. ¿Vendrás? . Ni siquiera pedía, con lo fácil que hubiera sido: Ven. No hice equipaje, solo el casco y la cazadora de la moto, los guantes, el cacharro de barro de hacer buñuelos, tu último libro, el deseo de volver a verte.
Sentí un placer intenso atravesando La Mancha, bajando al Sur, descansando a veces en pueblos silenciosos, contemplando las siembras que comenzaban a verdear  y atravesando esa frontera en la que se deshace la meseta que descubrió Alexander Humbold recién nacido el siglo XIX. Cuando enfilé el carril era ya por la tarde y fui cogiendo las curvas derrapando en la arena como un niño bruto, irresponsable y dichoso. He llegado a tu casa de adobes y vigas de derribo que te hiciste aquí en Cadiz y he entrado en tu salón por el ventanal que tienes abierto y que da al mar. He gritado tu nombre y tocado tus cosas, tus conchas, tu ropa. Supe que estabas allí, no muy lejos, nadando entre las olas heladas de enero. He caminado hasta la playa y te he descubierto muy dentro del mar. Me saludas con los brazos y veo como te acercas, sales del agua desnuda y me relamo como entonces de verte tan mojada. Esta vez no hay recato, ni demoras, ni esperas, ni tampoco prudencia después de tanta distancia, de viajes y años. Me quitaste la ropa tan despacio y el cansancio del viaje tan deprisa. Sabes igual, te digo, sabes igual que entonces, una mañana de invierno en el norte con el rumor de olas detrás del ventanal y pienso aquellos versos: Me gustaba chuparte / mujer de caramelo / caramelo de sal / sal de tu agua / agua de tu placer. Da mucho miedo el tiempo cuando se tienen años de más y muchos que nos amaron ya no están. Miedo, no por morir, que eso no importa ya demasiado, sino por tener la certeza de no volver a verte y sentir de pronto ese dolor de azufre en los ojos, esa rabia impotente de no entender porqué, como decía Jaime, el destino no acababa por fin de disculparse.
Y hoy ya no necesitas sus disculpas, que se joda el destino. Hoy la vida es el mar, las pequeñas caballas asadas para cenar que haces en dos espetos, ese clarete fresco que has abierto, la ensalada de escarola, granada y queso de cabra que remueves. Cuando están asadas las caballas, mojas sus cuerpos de plata, azul y verde con un aliño de limón, aceite, ajo, orégano y tomate rallado. Las devoramos con el remilgo y las buenas maneras de comer con los dedos, masticar despacio, sonreír al contemplar en el cuerpo del otro que el tiempo nos hizo más viejos pero no menos caníbales. Y nos lavamos el tiempo con vino, con agua de mar, con limones verdes, con ese postre de papaya y piña troceadas y maceradas en licor de cerezas que tenías preparado. Y después de la cena entra la brisa fuerte y helada pero no cerramos las ventanas, nos arropamos entonces con el edredón gordo y nos contamos la vida que vivimos y la otra también, esa que no vivimos juntos, que tan solo imaginamos ahora, por el placer de fabular ese tiempo distinto que nunca compartimos.


Las noches en el mar, después de tantos años, casi a finales de enero, desnudos y tan cerca, no son para dormir sino para dejar que las palabras salgan de la verdad, descaradas, procaces, dulces, fuertes. Bebo de tu boca el ron que has traído de Paraguay, bebes de mi ombligo este empeño mío de seguir siendo el mismo, tan solo más viejo pero igual de delgado y de bruto y de tímido.
(Pintura de Francine Van Hove) 


El sol está muy alto y seguimos allí, abrigados del mundo y sus intemperies, en silencio ya, escuchando tan solo el mar y nuestras respiraciones. Amistad a lo largo, eso escribió Jaime Gil de Biedma, eso te escribo yo con mi dedo en tu vientre. Luego, cuando nos vuelva el hambre, te haré buñuelos con ese cacharro de barro, mi único equipaje para estar a tu lado. Y tu dices esta vez, como entonces: ¿quieres entrar?

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