martes, 1 de agosto de 2017

SALMONETES EN MAR NEGRO (para Leonard y Suzanne)

(Acuarela de Noemí González)

Comerciamos con garum, mojamas, corales, sirenas, algas y conchas, inventamos a Ulises, construimos barcos ligeros y rápidos que tocaban apenas la espuma y ciudades al abrigo de los malos vientos pero abiertas a las brisas benignas. En este mar aprendimos a cocinar sus pescados de mil formas y encontramos en cada pez, molusco, cangrejo, calamar o bicho la fórmula más adecuada para convertirlo en alimento y golosina. Tu amigo el pescador jubilado te ha guardado hoy unos salmonetes y unos chipirones. -Son de esta madrugada, de los buenos, de roca. Mañana te traigo los de playa para que compares-.

Pronto se extinguieron las focas, las ballenas y los monstruos, se olvidaron las sirenas, los tritones, los krakem y ahora hasta los tiburones y los atunes van desapareciendo de sus profundidades. -Ya queda poca orilla en la que el mar nos hable y pocos peces grandes-. Eso te dice el pescador, y eso que no ha leído a Pla. Quid pro quo, él trae pescado y tu le das una de esas botellas de tinto de la Ribeira Sacra que luego muchas veces os bebéis juntos. Él te cuenta cómo engañar a las llampugas con señuelos emplumados o cómo se pescan calamares con luz de carburo y tu le hablas de cómo acechar a las becadas entre los bosques espesos de robles y castaños en La Vera. Quid por quo, la lógica del don, el intercambio sin precio, ni dinero. No sólo nos mueve la ambición de poseer, aún compartir es buen negocio.


Ella aún no se ha despertado. Imaginas que las sirenas tienen el sueño distinto. El sol ilumina el desierto, la tierra anaranjada, la arena gris de estas calas que un milagro ha salvado por ahora del desastre. Bebes un café de puchero en la cocina mientras contemplas sobre el plato de loza antigua los cuatro salmonetes y el puñado de chipirones, los tomates arrugados que aprendiste a secar, las cebolla con rastros aún de tierra. Te gusta su casa de pueblo de muros de adobe y de tejas antiguas. Sonríes al imaginar por qué una sofisticada arquitecta que conoce los secretos del acero y el hormigón reconstruye al final su hogar con paredes de barro y paja, de vigas de derribo y tejas recicladas. 

Millones de personas vienen en verano cada año del norte a quemarse la piel y embriagarse de fiesta y destilados, luego intentan limpiar la resaca y el calor metiendo sus cuerpos en las olas y alimentándose de paella congelada. Millones de personas comprar una palabra llamada “vacaciones” y otras pocas se hicieron edificar el espejo de sus egos en cemento con vistas a levante y piscina cubierta. Pero hoy es invierno y además en este lugar no llegó por fortuna la locura chirbesiana del ladrillo. Se ve lejos el mar desde la ventana abierta de esta cocina antigua, pero entra la brisa fría y salobre que se mezclará dentro de poco con el aroma intenso de los salmonetes y los chipirones asados y el sofrito apunto. Adobas el pescado unos minutos antes en aceite, albahaca picada y un chorro de limón. Sonríes al imaginar su voz, su forma de despertarse, siempre alegre. 

Corfú, Estambul, Sidi Bou, Marsella, Begur, Níjar, Denia… has comido humildes pescados, casi vivos, en ligeros sofritos a veces especiados y otras veces muy simples, separando con los dedos la carne de la espina, empapando la salsa con panes muy distintos has satisfecho el hambre y guardado en tu memoria todos esos sabores a mar. El arte del sofrito sólo requiere tomates de verdad, aceite de olivos mimados, cebolla, pimiento verde, ajo. Cuando está pochada la verdura añadirás la tinta de los chipirones desleída en un poco de Jerez. Pasas la salsa por un chino y sobre este mar negro y aromático salpicas un poco de tomillo del que cogiste en abril en el desierto y esparces finas tiras de lechuga de mar cortadas como si fueran espaguetti. Sobre ellas colocarás los filetes de salmonete que has escurrido del adobo y has marcado lo justo en una sartén caliente junto a los chipirones rajados haciendo rombos para que no se retuerzan con el fuego.

Eres feliz aquí, aunque ella no sea de verdad una sirena y no sepas por cuanto tiempo este horizonte seguirá intacto. Desayunáis pescado y vino, pringáis el pan en la salsa oscura. Sonríe, rebaña el plato, se sirve más salmonetes y más salsa y más chipirones y más vino antes de decir: -Veo que sabes cocinar sus peces o sus sueños y conoces algunas de sus palabras, no sé si las suficientes para despertar a las sirenas y a los monstruos, pero si las precisas para que desee besarte si no te importa que sepan mis labios a pescado-.

Y desde entonces, alguna de estas primeras mañanas frías del año, en esta casa cuyos cimientos pusieron nuestros antepasados árabes para otear la mar, guisas para desayunar salmonetes adobados y asados que nadan en un mar oscuro de tinta de chipirón. A veces os acompaña el viejo amigo pescador que nunca leyó a Josep Pla pero que discute contigo si lo salmonetes de las rocas profundas de Mónsul son más sabrosos que los que nadan entre la arena gruesa del fondo de Genoveses. -La gente no entiende, se come cualquier cosa, pero no hay comparación-.  Te dice mientras rellena los vasos de vino. ¿Quién sería el primer pescador que se atrevió a comer un ser tan extraño como un calamar?, ¿quién el cocinero que probó a guisar una salsa con su tinta? Y él: -¡Qué preguntas haces!, se nota que los de ciudad no estáis muy bien de la azotea. Eso que más da. Fue hace mucho tiempo, te lo aseguro, cuando éramos de esos primitivos que dice la tele-.


Hoy soñaste que enormes atunes rojos nadan hacia el norte hasta las Medas, que este mar sigue vivo, que quizá hubo sirenas, que tal vez comprendamos que quién ensucia el mar desprecia a su estirpe, su cultura, sus hijos. Adios Suzanne, adios Leonard.

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