jueves, 20 de junio de 2013

MANZANAS ASADAS PARA LA CRISIS


Foto de A.  Mikhailov

Asaba unas manzanas a las que sustituí su corazón por mantequilla con azúcar, canela y un chorro de limón. luego rellenaba unas obleas de empanadilla con su carne templada y unos piñones tostados. Recién fritas y calientes las regaba con un poco oporto dulce.
Carpe diem, no hay futuro. Hoy estamos vivos. Haremos fiesta con los cuerpos antes que las manzanas se arruguen y la carne ya no pueda asarse con la mantequilla y el azúcar del deseo. Eso piensas. Esto escribo.

lunes, 17 de junio de 2013

BUÑUELOS Y RIOS



Tuviste una infancia feliz llena de tebeos, días de campo, de pesca, de baños en el río o la garganta. En la memoria de los niños se fijan algunos recuerdos a fuego. Momentos en los que no pasa nada y sin embargo algo ocurre porque se quedan ahí, en algún rincón del cerebro, de las neuronas o del corazón, de forma indeleble, para siempre. También los sabores y los olores. Por eso me gusta hacer buñuelos a quién amo y volver al río en primavera.
Ahí estoy jugando con mi padre en el Tiétar, tendré seis o siete años. La arena de un río o de una playa es el mejor juguete para un niño. Y hoy sigue siéndolo a pesar de las consolas, los ordenadores, los videojuegos. Lo he visto muchas veces en mis hijos.

Cuando crecemos nos quedamos sin juguetes, pero yo uso las palabras igual que aquella arena. No hay melancolía ni añoranza, ni pesar por los paraísos perdidos. Me gusta vivir en el presente y también saborearle antes de que llegue el porvenir. 

Tal vez por eso me gustan los ríos, no por su metáfora manriqueña, sino por ser para mi el lugar de los juegos y de la libertad. Tal vez por eso me siento triste si estoy lejos de ellos.

Imagino tu sonrisa cuando me veas tan pequeño y tan delgado ahí en la arena. Aún soy así.

El sábado me hice para desayunar buñuelos de sartén. No para recordar. Para vivir.


viernes, 14 de junio de 2013

LA ESPAÑA EXQUISITA



Todos envidian al crítico gastronómico, este trabajo obreril tan duro, peligroso y sacrificado. Uno les dice a los amigos que es vocacional y que sufre en silencio esta mala vida de excesos, festines e indigestiones. Argumento además que nuestra esperanza de vida es muy corta y que estamos amenazados por el sobrepeso, la colesterolemia y el estrés postraumático cuando vemos la cuenta. Además la mayoría de los ciudadanos considera nuestra actividad laboral idiota, chulesca, superflua y arbitraria, poco científica y que se presta, como los cargos políticos, a corruptelas, untes y convites. Yo no les niego el pecado pero debo contar que en tiempos no tan remotos, el crítico solía morir muy joven envenenado, intoxicado o con el higadillo licuado  por las hadas etílicas. Tiempos duros aquellos que yo viví y doy fe.

Ya no existe, pero hace unos quince años, en un lugar de la Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme, en una carretera nacional de doble dirección, junto a un motel sospechoso, un puticlub decente y una estación de servicio con señor gasolinero (especie de homo sapiens ya extinta) se abría al respetable público un restaurante-bar-cafetería llamado de alguna forma, pero como el nombre estaba escrito a brochazos en la fachada y con las letrujas carcomidas por el sol, nunca lo supe. Teníamos el indicador de la gasolina a cero y además hambre, así que paramos a llenar ambos depósitos. Entramos en el antro con pinta de cantina del Oeste pero alicatada hasta el techo con azulejos blancos intercalados de otros azulejos, muy de la época, con dibujos groseros y refranes de refinado machismo que nombraban al vino y sus virtudes. La barra era de formica despostillada y el expositor de bebidas destiladas se reducía a coñá, anís, ginebra, ponche y Calisay. En esa barra, tras un cristal turbio, lleno de huellas humanas y de otras especies animales aún no descubiertas por la ciencia, se alineaban unos bocadillos de fiambre rosa de dinosaurio descongelado, un plato renegrido con un gurruño de ensaladilla encima, una bandeja de callos con la grasa naranja fluorescente coagulada con más solidez que el hormigón armado, otra llena de filetes marrones ahogados en aceite, otra de aceitunas negras directamente sacadas de un yacimiento arqueológico romano y una gruesa tortilla de patata de buena estampa y factura. 

Hay también gambas a la plancha y mejillones. Dijo el camarero rebuscando la cerilla de su oído derecho con la uña larga de su dedo meñique. Nosotros, antes, sin haberlo mentado aún el camarero, ya nos habíamos dado cuenta del resto de su oferta culinaria porque el suelo estaba lleno de cabezas de gambas decapitadas y conchas de lamelibranquio en caótico desorden, rebozadas en serrín y arrugadas servilletitas de papel. Le musité a mi mujer. Vámonos, no tengo mucha hambre. Pero ella, como otras tantas veces, valiente o inconsciente, desafió al cielo, se burló del destino, ignoró los trillones de gérmenes mutantes que nos miraban babeando toxinas desde todas esas bandejas y pidió con pasmoso apetito: póngame por favor un poco de ensaladilla y un pincho de tortilla de patatas. El camarero, tal vez al ver la expresión de terror de mi cara, afirmó algo chulillo: No se preocupe señor, que la ensaladilla es casera y la tortilla está aún caliente. Yo sólo me pedí una cerveza que el tipo acompañó, rumboso, con un puñado de aceitunas resecas que el mismo cogió con la mano.

De nada sirvieron mis ruegos y mis suplicas sobre visitas a urgencias, diarreas misereres, alergias marcianas y chirriar de dientes antes el seguro envenenamiento que implicaba tocar siquiera con los labios la casera ensaladilla. Mi mujer se la comió entera de cuatro paletadas, reprochándome: tu es que eres un melindres, un hocicoputa y un exquisito. La ensaladilla está buena. Apuró su cerveza y atacó sin descanso el pincho de tortilla. Yo puse tierra por medio y me fui a hacer un pis. Así eran entonces los aseos unisex de los bares de carretera: un exótico cuadradillo vidriado en blanco con restos que no quiero nombrar y unas huellas grandes moldeadas en el gres donde se ponían los pies y en la vertical urinaria natural había un agujero que daba directamente con el infierno a juzgar por los olores y las moscas que salían por allí. La cadena, como no, una cuerda de esparto con un nudo.

Para llegar al cuartucho unisex de las aguas mayores y menores se pasaba por la cocina, así que tras el alivio y la huida de aquel agujero infernal, puede contemplar despacio y horrorizado el laboratorio alquímico donde se habían cocinado las delicias: la cucaracha muerta de la esquina, el cazo requemado de la leche de servir cafelitos, la sartén con restos de una espuma amarillenta, los fogones llenos de pringue y sedimentos pardos, el cuenco mugriento donde el envenenador había mezclado una semana o dos antes todos los ingredientes de la ensaladilla y, encima de una mesa baja, otra tortilla grande y encima de la tortilla, tal vez para mantenerla caliente, estaba echado un perrillo mil leches que meneó un poco el rabo al verme pasar. ¿Estará al menos vacunado el ayudante?. Le dije al camarero al salir. Tardó unos segundos en entender mi doblez y salir corriendo a espantar al chucho con palabras muy gruesas que no quiero ahora escribir.

Mi mujer ya se había comido la mitad de la tortilla cuando al cortar con el tenedor otro pedazo apareció ella, sedimentada como un fósil arqueológico entre los trozos y estratos de patata y cebolla grasienta. No era una mosca, era la madre de todas las moscas a juzgar por el negro zaino de su capa,  los pelos que la adornaban y el tamaño del bicho. El grito retumbó en los azulejos, pero el camarero, rápido y al quite, metió su uña larga del meñique en la tortilla y sacó certeramente la moscarda. Ya está señora, pero si quiere le pongo otro trozo, gratis, por supuesto.

Publicado en entretantomagazine.com
http://www.entretantomagazine.com/2012/10/05/aquella-espana-rica-rica/

viernes, 7 de junio de 2013

ALITAS Y LECHUGA



Cuando seamos ancianos, aunque hayamos luchado por un mundo mejor, aunque hayamos trabajado tantas veces sin recibir salario, aunque hayamos hecho crecer a hijos que serán por entonces buenos ciudadanos, aunque hayamos, con voluntad, agrado y militancia, contribuido con tantos impuestos a que Europa marche, cuando seamos viejos, digo, nos quedará la alita frita y la hoja de lechuga revenida como los únicos manjares de subsistencia con los que podremos regalarnos gracias a nuestras futuras pensiones de miseria.

Lejos están los tiempos en los que creímos que entre los derechos reales de los ciudadanos, sólo por el hecho de serlo, por fin, después de tanta lucha, estaba el de tener un salario mínimo para no pasar hambre, ni frío, ni enfermedad curable. Lejos están los tiempos en los que un mundo mejor, más justo y libre, era aquel que cuidaba de sus ciudadanos viejos y les daba el pequeño lujo de las tranquilidad económica y del vivir unos años apacibles. Lejos están los tiempos en los que el progreso, su esperanza, su sueño, era hacer realidad los derechos del hombre aquí mismo, en nuestra casa, pero también en las casas de todos los hombres y mujeres de la pequeña tierra.

Así que yo me voy preparando, adaptando, conformando con el menú este, que aconsejaba tantas veces el bueno de Trapiello, de las alitas fritas y la lechuga amarga, de la manzana sobrera y el vino de brick.

Le queda a uno el consuelo de pensar que los que a esto van a condenar a millones de futuros viejos jubilados, también lo serán ellos y, aunque tengan ancianidades confortables propias de su clase y su egoismo, les tendrán que limpiar la mierda y dar la sopa y comprenderán entonces, tarde ya, que nadie elige envejecer, ni depender, pero que ese duro trance hay que pasarlo con un mínimo de confort y dignidad que a veces sólo se consigue con una digna pensión dineraria.

Frío las alitas de a euro la media docena, de a euro la lechuga romana, de a euro las dos manzanas amarillas para ir entrenando el estómago y el alma a la miseria que nos quieren regalar estos miserables que dicen gobernar la economía y el futuro de todos.

martes, 4 de junio de 2013

COMIENDO CON EL SEÑOR QUIJOTE



¿Calor africano?, peor, calor manchego, agosteño, seco. Tengo veintipocos, un billete de mil pesetas, una pequeña mochila de lona gris y una dirección del sur escrita en un papel. Vivíamos tiempos salvajes y prehistóricos, no existía el móvil, ni Internet, ni el euro…

Tal vez, además del egoísmo, el dinero, el sexo y el poder haya alguna otra cosa que mueve el mundo y nos empuja a épicas, viajes y locuras equinocciales… ¿el amor?.

Debían ser las dos de la tarde y no transitaba ni un alma en aquella secundaria llena de espejismos, barbechos resecos y secanos segados. No llevaba cantimplora, ni viandas, ni mapa. Mi único objetivo era llegar al sur a dedo o a pata, cosas del amor y sus circunstancias. Con veinte las locuras nos parecen muy sensatas, fáciles y realizables. En la estrecha carreterilla, junto a unos pedruscos rojizos en los que estaba pintado con poco arte un punto kilométrico, descansaba también el esqueleto pellejudo de una cabra que me sonreía apretando sus dientes amarillos y negros. Lejos de pensar en malos farios, consideré la aparición un signo de fortuna. Porque con veinte años además de inconsciente uno es fatuo, crédulo y absurdo, pero eso lo descubrí más adelante. Las chicharras entonaban su rock&roll, el sol convertía cualquier signo de vida en un orejón reseco y comenzaba a sentirme perdido, mareado, muerto de calor pero aquella cabra fósil y apestosa, medio puesta en pie contra la peña en la que estaban pintarajeteados los cientos de kilómetros que me quedaban aún para llegar al mar y al paraíso, la sentí como el mejor de los agüeros. Y así fue. No era un sueño. No era el delirio fruto de mi insolación y mi agotamiento de tres días de autoestop con escasa fortuna y poca pericia. A mi lado paró un imponente Mercedes descapotable de color rojo, conducido por un tipo grandón, barbudo, barrigudo, risueño. ¿Te llevo a algún sitio chaval?.

Nunca agradeceré a aquel hombre lo suficiente que parase. Mi aspecto sucio, greñudo y jipioso no debía ser muy de fiar. Luego descubrí a aquel señor muchas veces hablando de erotismo y de cine por la televisión, pero entonces sólo era un buen samaritano, con pinta de marqués o algo peor, que me sacó de aquella carretera de mala muerte y me agasajó con una generosidad que sólo hoy entiendo. Seguro que si no me hubiera recogido hoy estaría yo también apoyado en alguna piedra de aquella estepa siniestra y desértica, disecado como la cabra, avisando a otros transeúntes inocentes de lo peligroso que es caminar en agosto y a las dos de la tarde por La Mancha confiando para llegar al sur sólo en el amor y en la juventud.

Es la hora de zampar. Dijo el tipo. ¿Has comido?, ¿Te parece que paremos en el pueblo que viene ahora a picar algo?. Es la casa de un amigo, seguro que nos pone algo bueno para comer. Tenía la boca tan seca que dije que sí, pero no me salió la voz. A unos treinta kilómetros se destacaba entre unos pocos chopos una casona grande. Pintado en añil viejo, con letras pequeñas, en una esquina medio tapada por uno de esos chopos milagrosos que debía de beber agua de algún río subterráneo, ponía: “Restaurán Pedro”. En el terragal del aparcamiento dos camiones Barreiros y un tractor oxidado aguantaban el solaco mortal. Entramos. El antro estaba fresco, decorado como lo que era, una venta quijotesca sin ninguna pretensión. El dueño, cocinero y camarero y su señora, saludaron al “marqués” con mil parabienes. Él sólo dijo. Aquí el chico y yo, que tenemos algo de hambre y más sed que un beduino. Ni carta, ni menú del día, ni sugerencias de la casa. Con diligencia y ritmo fueron apareciendo en nuestra mesa: Una ensalada fresquísima de lechuga y tomate, otra de berros, un platazo de berenjenas aliñadas, pichones escabechados, morteruelo templado, pimientos asados con bacalao, pisto con setas y para rematar o morir en el intento unos inmensos galianos o gazpachos manchegos humeantes, espesos y exquisitos. Pero no morimos, más bien resucitamos, gracias a las dos jarras de barro de vino fresco y bueno de la tierra y al café de puchero que tomamos después. Postre no nos sirvió el ventero, por fortuna. Yo hubiera reventado como un globo.

Aguardamos a que el sol se diera por vencido para salir de nuevo a la intemperie. El señor se echó la siesta en una mecedora que los dueños de la casa de comidas le ofrecieron. Yo me apoltroné en el patio, a la sombra de un limonero repleto de fruta y me puse a leer el único librito que llevaba en mi saco, “Lope de Aguirre la cólera de dios” de Ramón J. Sender, muy propio. No pasó ni media hora cuando la ventera, relimpia y algo gruesa, atenta y misteriosa, me saco una jarra como de dos litros de limonada helada con mendrugotes de hielo y hojas de hierba buena. Me quedé sin palabras.

El resto es previsible. El tipo se levantó de la sienta, bebió un buen vaso de limonada, de un trago y sin respirar, se despidió con muchos abrazos y recuerdos de los venteros. Nos montamos los dos en el cochazo y tras muchas horas de carretera llegamos al mar. Me pesa no recordar, tantos años después, de qué estuvimos hablando tantas horas. De su cine, algunas películas me gustan y otras no. De su forma de ser, del tipo amable y simpático que yo conocí entonces esa tarde, sin saber quién era, me gustó todo. Bueno chaval, hasta otra. No dijo más. Eran casi las doce de la noche. Había llegado por fin al sur, al paraíso. No muy lejos me esperaba en un pensión sin nombre, aún despierta y algo inquieta, mi enamorada.

Luego, muchos años después, uno descubre que el paraíso es otra cosa, tal vez el camino y no el llegar, que diría el abuelito Kavafis. Tal vez ese día de la cabra momificada. Tal vez otros días difíciles y duros en los que, sin embargo, la vida se disculpó con uno y pudimos seguir adelante aunque en el camino todo fuera incierto, inhóspito y desértico.

Cuando bajo al sur me paro siempre. Hay que desviarse algo de la autovía y sufrir  veinte kilómetros una olvidada carretera trufada de baches. El cartel añil y los chopos frescos tapando la fachada de la venta siguen igual. Los venteros son ahora bastante más viejos pero sus dos hijos les ayudan a servir a los camioneros expertos, a los aborígenes manchegos, a los glotones avisados y a algún turista abducido. “Restaurán Pedro” sigue en la brecha. Yo me siento en la esquina más sombría, la que da al patio con el limonero, en la que casi seguro paró Don Quijote a refrescarse el gaznate, aunque Don Miguel no lo cuente en su libro, por guardar el secreto del sitio, supongo. En la pared hay una foto mediana de mi samaritano con los dueños, una foto de esas dedicadas, tan típicas. Sonríe detrás de su barba blanca. Yo pido siempre una ensalada fresca, tan buena como entonces, el pisto y unos galianos bien calientes. Me da igual que fuera los termómetros se fundan y las cabras se queden disecadas señalando el punto kilométrico del mismísimo infierno. Como con gusto los gazpachos y brindo por él, que vive en el cielo de la memoria de muchos.

Sus películas han pasado a la historia del cine. Para mi él será siempre el marqués del mercedes descapotable rojo que me salvó el pellejo, me invitó a comer y me llevó al sur, al paraíso. Gracias Luis.

Publicado en http://www.entretantomagazine.com  - Paraísos Glotones