lunes, 15 de octubre de 2018

TORTILLA EQUIDISTANTE



Mi equidistancia es esta: las nacionalismos, las fronteras, las patriaschicas, las identidades de destino manifiesto y las banderas (incluso la blanca y la pirata) me dan alergia grave. A veces me siento muy afín a los  kurdos, los bosquimanos, los yanomami, otras veces empatizo con suecos, alemanes y chinos, en ocasiones siento que me parezco mucho a los indios, los siberianos y los yanquis, a ratos me identifico con los bolivianos, los mexicanos y los polinesios. Incluso en contadas ocasiones los españoles, los argelinos, los sioux y los senegaleses me caen simpáticos.  El mundo es pequeño, frágil, diverso, con millones de especies animales y vegetales y una de ellas es el homo sapiens sapiens. Luego tienes la suerte o la desgracia de nacer aquí o allá, de vivir en el norte o en el sur, de crecer en una familia que te quiere o en la intemperie, en una tierra en paz o en otra arrasada por la guerra, puro azar temporal, geográfico, histórico… Además en la historia del mundo ya hemos visto para qué se han utilizado las etiquetas sociales (el nacionalismo es eso, una etiquetita más) El Capitalismo carece de ideología, todas le valen si le sirven. Y los nacionalismos y las fronteras, siempre le han servido con eficiencia atroz. Y ahora la receta:

El aprendiz de antropólogo subió por la senda de la sierra hacia el tenao en la que tenía su alojamiento de verano el pastor. Gracias al amigo común las presentaciones fueron breves y ambos se sintieron pronto en confianza, compartiendo un queso fresco de cabra, ántima tierna, pan recio tostado en la lumbre y el vino bueno que portaba el chaval a modo de presente. Se terminaban los ochenta y la moda gastronómica aún sólo era cosa de oscuros expertos afrancesados, élites burguesas adictas a la merluza y la perdiz y cuatro escritores gorrones, glotones y borrachines. Sin embargo al aprendiz de antropólogo le interesaba husmear los guisotes y apaños de los que se alimentaban los últimos pastores nómadas y que ya se estaban extinguiendo sin remedio. El viejo, sorprendido por las preguntas y el pequeño chisme de grabar la voz ya le había contado en detalle los ingredientes y formas de cocinar de todo su repertorio culinario. Por último el chaval, aún ingenuo, descarado y deslenguado, le preguntó -Y usted, ¿qué plato de su infancia recuerda con mayor añoranza?-. El pastor se tomó su tiempo, un tiempo largo de silencio y memoria que sorprendió al antropólogo. Luego, con una sonrisa franca, relató su recuerdo. -Mira, andaba la partida ya huyendo para Francia. Pasamos mucha hambre, mucha. Pero en un pueblo de Gerona, ya cerca de la libertad, una señora catalana nos regaló una docena de huevos y un poquino de aceite. Yo no tenía ni dieciocho pero era el responsable del rancho de todos. Éramos tres extremeños, dos andaluces, cinco murcianos, tres madrileños y hasta dos de Sabadell, y al principio éramos casi cien, no te digo más. Ya muy de noche, al abrigo de un quebrado hicimos un fuego, saqué la sartén grande, puse un poco de aceite, batí los huevos añadí sal, un poco de poleo seco que llevaba en el macuto desde que cruzamos el Alberche y una miaja de pimentón, el último que me quedaba en el saquillo. De esa tortilla cenamos quince hombres en silencio. Sé que nunca cociné con tanto mimo y cuidado una tortilla. Sé que a todos le supo aquella pobre tortilla como el mejor de los manjares-.
Ha pasado mucho tiempo. Hoy el antropólogo ya no es joven. Bate un par de huevos, añade sal, pimentón, un poco de poleo que cogió en el río Descuernacabras el domingo. Cena luego despacio la pobre tortilla de los guerrilleros. El mejor manjar del mundo.

Mi equidistancia ideal tiene forma de tortilla de patata, redonda, solar, jugosa, con cebolla (y todas las cosas que se le quieran echar) y también tiene la forma irregular de esta y aquella tortilla de guerrilla y derrota.



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