miércoles, 3 de enero de 2018

ANGUILAS ASADAS


“Anguilas grandes bien sazonadas con pimienta, pimentón, sal y ajo machacado, puestas a secar unas horas al sol y asadas luego sobre la parrilla de unas brasas de encina”. Acababan de hacer los embalses del Tajo y las anguilas ya no podrían subir desde el mar de los Sargazos. Tampoco podrían volver a hacer este asado precario y gustoso los habitantes de Talavera la Vieja. El pescador de anguilas era entonces apenas un adolescente y hoy era un viejo recién jubilado que se tomaba su café de las once en un bar de Aluche. En uno de mis viajes a Valencia le compré en el mercado un kilo de anguilas porque en Madrid me había sido imposible encontrarlas. Las hizo en una sartén en la pequeña cocina de su casa y me invitó al festín. Luego se atrevió a enseñarme las sobadas fotografías de aquel mundo perdido que estaba bajo las aguas infectas del pantano. Aquel año fui a Riaño a luchar yo mismo contra otro embalse, a defender que otro río siguiera corriendo. Sin éxito.

Tienen un sabor graso y sabroso, la carne es firme y hay que masticar. El pimentón y la pimienta les da un punto acre, la sal en su piel churruscante recuerda al mar. Es imprescindible asarlas al fuego de leña y que tomen también ese suave sabor ahumado.

Aquel embalse tiene hoy miles de metros cúbicos de cieno contaminado en sus fondos y el gran río que fue está medio muerto. Nunca más pudieron remontar las anguilas el gran Tajo. La torre de la iglesia que a veces se veía cuando bajaba el nivel del pantano se derrumbó hace bastantes años. “Ponías unas cuerdas con unos peces secos y al día siguiente tenías unas anguilas gordas para comer. No costaba nada. En el pueblo las hacían también en guiso tomatero pero a mi me gustaban así, asadas en una lumbre con ese aliño que ya te he contado”. El jubilado achinaba los ojos como si detrás de los cristales sucios del pequeño bar del suburbio pudiera aún ver su río correr.




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