viernes, 29 de julio de 2016

HUEVO A BAJA TEMPERATURA EN PURE DE COLIFLOR TRUFADA CON LASCA DE PAPADA FRITA (Restaurante La Casa del Pozo. Villanueva de la Vera)

Foto de Hugues Erre
Mejor siempre el sabor que la forma que lo encarna. El cuerpo es muchas veces ese actor secundario que hasta puede ser bueno, intenso, memorable, pero nunca la estrella que deslumbra. Curvas, huesos, arrugas, estrías, penumbras, jeroglíficos de piel que nos regala el tiempo y apenas significan frente a la suave catarata del sabor (y el olor). No lo dudes, de ahí parte la semilla que nombra la belleza deseable o la brumosa chispa del amor que durará días o apenas unos años. Luego, como esas cosechas de mitológicos Lafites o Sicilias, los años preservarán ese sabor y olor en algún desván recóndito del cerebro, olvidado quizá, lleno de telarañas y penumbra hasta que el azar o la necesidad reviente el corcho y volvamos a beber de ese cuerpo en días y copas nuevas.

En el huevo no hay trampantojo ni simulación, un huevo es un huevo, el sabor más democrático del mundo occidental, apreciado por igual, frito, roto y con patatas, por un monarcas juancarlacios o un paseante cualquiera. Pero cocido a baja temperatura, perfumado con trufa y escondido en un suave puré de coliflor se convierte en una cosa sutil y pornográfica con el pequeño crujiente de panceta.

La patria del sabor tiene dos territorios separados por el espejismo de la imagen, la forma y la apariencia que siempre nos limita: la lengua y la pituitaria. La una sin la otra no son nada (la vista es engañosa casi siempre). No lo dudes, mil veces mejor que te digan “me gusta como sabes, como hueles”. Aludir a bellezas y medidas de bustos o caderas es vulgar, tonto y tramposo.

Huevo a baja temperatura con puré de coliflor trufada (y un olor que aún desees). Seguiremos informando.


jueves, 28 de julio de 2016

RAVIOLI DE PARMESANO Y ANCHOA (Restaurante La Casa del Pozo. Villanueva de la Vera)

Foto de Hugues Erre
El sabor, sus posibilidades de embriagar, de llenarlo todo y llegar hasta rincones de la memoria en donde nunca pisamos desde entonces. Los sabores intensos, salados, mantecosos nos llenan el paladar de verano. Entre el salado o el dulce prefiero lo salado. A eso sabe el mar, la piel, las despedidas y los viajes, a ser posible en tren, a ser posible acompañados, a ser posible largos, a ser posible al sur. Los veinte años siempre comienzan con viajes al sur y sin dinero. Ella miraba el paisaje, los estratos de fósiles de las muelas calizas, el secarral manchego, las viñas verdeando, las manchas de pinares que olían a resina como al mejor perfume del imperio francés.

En lugar de pasta usar una lámina traslúcida de puerro, lascas de parmesano, anchoa y una buena habilidad manual para cerrar dentro del paquete el sabor de Italia o de ese mar Mediterráneo que siempre está en el sur de Benedetti. Saben a poco dos (ravioli) y eso siempre es bueno, ya sea en el plato o en el amor.

El mundo se divide entre los que viajan al sur con veinte años, en tren, sin dinero, enamorados, perdidos, con un libro de Chatwin  y los que ya por entonces tenían sus coches, sus seguros de vida, sus certezas ideológicas, su libro de Clancy y sus novias de siempre que nunca celebraron los pechos al viento.

Ravioli de puerro parmesano, anchoa y viajes de antes. Seguiremos informando.



miércoles, 27 de julio de 2016

RINRÁN (Restaurante La Casa del Pozo. Villanueva de la Vera)


El sabor, su levedad remota, su intensidad violenta, un sabor que primero tal vez fuera sorpresa y luego es memorable, deseado, perseguido. Hay quienes tienen más papilas gustativas en la lengua y quienes tienen menos, pero el sabor, cuantificable, también se teje en la voluntad de aprenderlo, curiosear, probar, querer, ser glotón y repetir.

El “rinrán” es una ensalada apresurada, un picado grosero de tomate, pimiento verde y cebolla aliñado todo con sal, aceite, vinagre y pimentón en el que todos los ingredientes, por estar en sazón y ser de temporada, convierten este guiso fresco y sencillo en algo delicioso. En la Casa del Pozo en Villanueva hacen un “rinrán” poético, buscando sobre todo la gracia del sabor: bombones de rinrán.

El mundo se divide entre los besos con lengua y los demás. Los demás son sociales, culturales, con discurso; los con lengua buscan el sabor, convocar el deseo y el instinto, dejar las retóricas para los gastrónomos y los literatos.

Bombones de rinrán y besos con lengua. Seguiremos informando.


jueves, 21 de julio de 2016

EL PRINCIPIO.


Vale. El principio. Lo tengo claro. Fue el día en el que conocí a Claudio, el hijo del Tocinero. El segundo día de la escuela. Toda mi vida allí en la playa junto al chiringuito de madre, feliz, y de pronto me encierran con veinte monstruos de seis años y una bruja. La puta escuela. Ese fue el principio. Yo allí sentada, muerta de miedo, con la piedra lisa, blanca, suave, en el bolsillo, que me había regalado Mico el Sardinero. Es una piedra de sirena, Lucía. Llegó enganchada en la red desde el fondo del mar, desde los más hondo. Es una piedra mágica. Y la jodida maestra escribiendo números en la pizarra. Toda esa mierda del dos por dos. Yo ya le hacía las cuentas de las comandas a mi madre con la tiza encima de la piedra del mostrador y luego la suma de las ganancias del día y las divisiones de los pagos a los proveedores. Y esa bruja, dos por dos, cuatro. Joder. El resto de monstruos cuchicheando porque nunca me habían visto en la escuela. Es Luci, la hija de Carmen, la del chiringo. Tenía ganas de salir corriendo, ganas de llorar, ganas de ir con madre. Acariciaba la piedra blanca y pesada que escondía en mi bolsillo. Entonces va el Tocinerillo, que se sentaba detrás de mi pupitre, y dice: Tu madre es una guarra. Sonreía expectante. Tu madre es una guarra. De nuevo. Los otros monstruos se reían también y yo no entendía. Mi madre siempre se lavaba antes de cocinar, se lavaba en la gran pila de granito del patio con una pastilla de jabón Lagarto y esas esponjas de mar grandes que nos traía Mico del fondo del mar. Mi madre olía a frituras y a guisos ricos cuando estaba trabajando en el chiringuito, y luego olía a jabón y a ese perfume de lavanda y limón que le gustaba ponerse antes de ir a dormir agotada de estar todo el día asando sardinas, haciendo arroces, sepias, croquetas, caldillos y sirviendo chatos y cervezas a los turistas. Y Claudio de nuevo: Tu madre es una guarra. Nunca había sentido esa furia y ese miedo. Nunca. Creo que ese día fue el principio de todo esto. Cerré los ojos. Los otros pequeños monstruos se reían. La maestra seguía escribiendo la tabla del dos en la pizarra y yo sentí mi mano apretando la piedra de sirena y veía a madre tan guapa, sonriendo mientras me miraba y se lavaba en la pila con agua fría y ese jabón verde, esa esponja rugosa y a la vez suave y su voz susurrando una canción que ahora no recuerdo. Furia. Mi brazo se disparó con la mano empuñando la piedra blanca contra la boca abierta de Claudio en el momento en el que comenzaba a repetir esa frase. Tu madre es una guarra. Recuerdo los trozos de dientes ensangrentados sobre el pupitre, sus babas rojas chorreando por su baby, la cara de espanto de la bruja, sus gritos, los gritos de Claudio, mi piedra de sirena llena de sangre tras golpear su boca, la mano sarmentosa de la maestra atenazándome, arañando mi oreja mientras me llevaba así atrapada hasta el despacho del director, sus gritos, los míos, el bofetón de don Pedro, el director. Pasó mucho tiempo. Llegó madre, las voces de aquel viejo diciendo que era una niña peligrosa, que acabaría en la cárcel, que madre era responsable de no haberme llevado antes a la escuela, que quizá ya fuera demasiado tarde. Árbol torcido, árbol torcido, repetía. Luego recuerdo que estaba de nuevo en el chiringuito, por fin a salvo de los pequeños monstruos, la bruja, el director. Mi madre preparaba el género para las comidas, machaba los ajos para los adobos, encendía las brasas. Ya quedaba poco de septiembre y luego tendría que cerrar el chiringuito hasta el verano siguiente. Entonces le vi llegar. Tocinero padre en persona. Una mole de ciento treinta kilos y dos metros de altura que cortaba las chuletas de buey en su carnicería como si fueran mantequilla. Recuerdo mi miedo cuando debía ir a su tienda a por algún encargo de madre. Sus manos inmensas troceando la carne con una hacheta que afilaba sin parar con una lima larga y roñosa, su voz ronca, sus ojos diminutos muy negros y sus cejas espesas. Una mole. Se decía que de joven había estado en la cárcel, que había partido el cuello con dos dedos a un tipo que piropeó a su mujer en las fiestas. Tocinero padre se acercaba despacio caminando por la orilla de la playa con el mandilón de rayas negras y verdes manchado aún de sangre, brutal, enorme. Sin duda venía a partirme el cuello como a uno de esos cochinillos blancos que troceaba en un minuto encima del tocón de su carnicería, y a sacar las tripas a madre como hacía con los pollos metiendo el dedo índice, gordo y chato por el culo. Tocinero padre era un ogro. Venía sin duda a vengarse por haberle roto a su hijo la boca con mi piedra de sirena. Me escondí detrás de las cajas de cerveza. Hola, Carmen. Siento mucho lo ocurrido. El niño es tonto. A ver si aprende. Seguro que lo dijo sin malicia. Lo habrá escuchado a su madre o a alguna vecina de mala hiel. Vaya panda de víboras. Lo siento de verdad, Carmen. Me duele todo esto. Lo siento mucho. Yo no entendía nada. El ogro en voz baja disculpándose ante madre. El ogro avergonzado. Dile a la niña que salga. Quiero pedirle disculpas a ella. Madre me llama. Salgo. La manaza de Tocinero padre aún con rastros de carne despedazada entre las uñas acariciando mi cabeza. Lo siento, niña. No volverá a ocurrir. Quiero que seáis amigos. Claudio en un poco tonto. No te preocupes. Ha dicho el médico que como son dientes de leche le crecerán luego los buenos. Le han cosido el labio y ahora lo tiene hinchado como un choto, pero ya se le curará. Perdona, niña, de verdad. Estoy muy avergonzado. El ogro allí, apoyado en el mostrador de piedra del chiringuito. Madre le pone un chato doble y unas rabas fritas recién hechas. No importa, Claudio. Son cosas de chiquillos. Ese es el principio. Tocinero hijo fue mi primer amigo de la escuela. Ya nunca más tuve miedo de Tocinero padre. Era un ogro bueno. Detrás de sus manos ensangrentadas y su vozarrona de malas pulgas se escondía un buen tipo. Troceaba los huesos de ternera que mi madre le encargaba para los caldos como quien corta humo, pero, luego, con todo lo que pasó después, siempre defendió a madre y hoy me defiende a mí. Ahora, quince años después, solo tengo un amigo en este pueblo de mierda. Claudio. Volví a la escuela. La bruja de la maestra nos trataba como a retrasados. Don Pedro, el director, seguía dando hostias con su mano grande y blanca en la que tenía un sello de oro con una piedra roja. Así hasta que se jubiló o se largó del pueblo a otro más grande dos años después. No lo sé, ya no lo recuerdo. Alguna niña o algún niño se atrevió a decirme eso de tu madre es una guarra, pero ya no necesité sacar mi piedra de sirena. Era Claudio quién tiraba de los pelos o se liaba a puñetazos con quien fuera para defenderme, y bastantes veces más acabamos los dos delante del director. Sí. Creo que este es el principio, el día en el que dejé de tener miedo a los ogros. (De: "salsa de olvido" Inédita.)


martes, 19 de julio de 2016

PRIMITIVA HAMBURGUESA



No fueron ni los yankis, ni el McDonals. El romano Marco Apicio, hace ya muchos siglos, estando en el poder Tiberio, nos dejó la receta de una rica hamburguesa. Sus cocineros mezclaban carne picada con miga de pan, granos de pimienta, piñones y vino blanco. Luego asaban esa torta de carne sobre una teja al fuego.

Pero yo creo que fue mucho antes, cuando un anónimo cazador que sabía pintar las cuevas con sus sueños, cazar mamuts y bisontes o convocar al fuego con un trozo de silex sobre una cama de yesca y leña fina, quién machacó un pedazo de carne entre dos piedras hasta convertir el duro músculo en pulpa y luego asó sobre una piedra caliente esa pasta de carne fácil de masticar, para que los ancianos y los niños de su tribu pudieran comer y sobrevivir los duros días de los hielos perpetuos, osos gigantes y bosques inmensos aún sin nombre.

Eso te cuento hoy, aunque mis amigos paleoantropólogos ni afirmen ni nieguen mi aventurada hipótesis. Así que pico la carne de buey junto al tuétano de un hueso de caña, dos manitas deshuesadas y cocidas, un pequeño pedazo de de jamón ibérico y otro de bull negro, pimienta, cebollino, sal, tomillo, un huevo batido y una cucharada de harina. Amaso esta picada como a veces amaso tu carne pero con otra clase de hambre. La amaso con mimo y con ternura hasta que la mezcla ya es homogénea. Hago entonces dos pelotas hermosas, como de trescientos gramos cada una, las aplasto y las aso despacio sobre las brasas de esta chimenea.

No tiene mucho de prehistórica mi hamburguesa, es más bien barroca y excesiva, opulenta y calórica, adecuada para un día de temporal de viento y nieve, tras un paseo largo por el monte. Una vez en su punto y rosada aún por dentro, la coloco entre dos panecillos tostados y sobre la carne el ketchup, hecho también por mi y bien lleno de sol. Y una cucharada de mostaza antigua, pepinillos y un buen pedazo tibio de queso de tetilla. Pienso en el amigo Apicio y en nuestro cazador de hace miles de años preparando la carne para otros tras una larga cacería por las sierras boscosas de los valles cántabros. No somos muy distintos aunque él afilase el silex de su lanza y yo estas pocas palabras en un ordenador con alma de silicio o esta hamburguesa que he picado con un cuchillo de zirconio. Cazadores, carnívoros, cocineros… contemplando el invierno y dibujando en este mac o en la cueva nuestros sueños...



lunes, 18 de julio de 2016

EL MEJOR PURÉ DE PATATAS DEL MUNDO (dedicado a la ciudad de Niza)


He llamado esta mañana a Jean Pierre Magrit, uno de los profesores que más manda en la escuela, para hablarle de Lucia y de Claudio. Sin problema, si son tus recomendados ya serán dos buenos cocineros. Los acogeremos con exquisitez francesa y camaradería española; además, si son amigos de Jaime, uno de los mejores alumnos que ha tenido la escuela en los últimos años, no hay más que decir. Linneo, ya sabes que aquí muchos te admiramos. Amistad ¿entre piratas?, ¿entre cocineros? Esa extraña secta peligrosa y vampira de egoístas, egocéntricos, arrogantes, cabrones, duros, incansables, bestias, pasionales, venenosos, ingeniosos, amargados, divertidos, chulos, glotones, aventureros, irresponsables, generosos, inconscientes, soñadores, groseros, ¿artistas?; nunca artistas, solo obreros, artesanos, alquimistas que saben hacer todos los días lo que el artista sublime intenta durante muchos años sin conseguirlo. ¿Amistad entre unos tipos que trabajan con un cuchillo afilado de dos palmos?, ¿que remueven aceite o agua hirviendo y se ciscan en todos los dioses y sus madres?, ¿entre chefs? Ese extraño grupo de chuloputas que se disfrazan con mandiles blancos y gorritos ridículos y se apropian de palabras de la poesía y hasta de la filosofía para bautizar sus comistrajos, sus guisos, sus creaciones, sus trampantojos, sus menús, sus plagios. Amistad. Tal vez. Además de insultarnos, traicionarnos, envidiarnos, ningunearnos los unos a los otros, podíamos ser amigos. Sí, casi seguro que mataría por defender a un amigo cocinero. Me jugaría el pellejo por el capullo de Jean Pierre Magrit, por ejemplo. Trabajamos juntos en Niza, nos matábamos a trabajar en aquel hotel ridículo con ínfulas de lujo trasnochado, con menús llenos de salsas grasientas y pescados recocidos. Me quitó dos novias y me enseñó algo que yo creía tan chorra como hacer un simple puré de patatas, pero que él convertía en una crema ligera, exquisita y sublime. Pero yo le enseñé a hacer atascaburras y quedamos en paz. Amigo, ¿cuántas noches derrotados y echando pestes del salario de miseria que ganábamos nos emborrachábamos juntos, a eso de las dos de la mañana, con buenos vinos robados de la bodega del hotel, caminando por la playa mientras me hablaba de Matisse y de su guiso merluza en papillote con perfume de regaliz que nunca le dejaba hacer el carca del chef? A veces lo más simple es lo más difícil. Como hacer un buen puré. Y Jean Pierre bebía un trago largo a morro de la botella antes de afirmar chulo, sentencioso, francés: el amor al que fueron mojando los años, las distancias, los encuentros se convierte en un amor distinto, un amor lleno de complicidad, reconocimiento, silencio, intimidad, amistad, cariño, lealtad. Si el amor logra sobrevivir a la arena del olvido, a la aniquilación de la distancia, al dolor de las traiciones y a ese cansancio que arruga el corazón de tantos seres, se vuelve un amor adolescente, divertido, camarada, fácil. Pero lograr no perder ese amor es tan difícil... Tan mágico que siga latiendo ahí, en la piel de las palabras... Pero yo entonces no entendía nada de las filosofías amorosas baratas de aquel rubiaco, pecoso, narigudo, y ligón, dos años mayor que yo, que me levantaba todas las novias con su labia de Cirano. Venga, Jean Pé, no me jodas con Matisse y dime cómo se hace tu puto puré. Pero él nunca paraba de repetir todo aquello de que los cocineros solo éramos obreros pero que teníamos más poder que Picasso o su amado Matisse porque dominábamos “el secreto”. El secreto lo es todo, camarade. Ya sabes, Linneo, patatas y mantequilla para hacer una nube de sabor y no una bola de engrudo. Ingredientes tan simples como los necesarios, amar y no hacer engrudo con los besos, cariño y tiempo. Linneo, añoro los fracasos que no tengo en la memoria, no haber vivido con plenitud amores que tal vez hubieran fracasado, admitiendo que el final de un amor sea un fracaso y no otra cosa, un “au revoir mon amie”. Mejor fracasos que nada. Mejor haber vivido que solo haber deseado vivir durante días o años entre aquellos brazos y abrazos. Añoro los fracasos que no pude tener. Pero fueron hermosos y gustosos los fracasos que tuve. Bueno, te cuento, pero luego me dices tú como se hace ese paté blanco con ese nombre tan raro, “¿atascaburras?”. Bueno, para mi puré solo hay que cocer unas buenas patatas Ratte y hacer caso al Papa Robuchon: cocerlas con su piel. Las pelamos y las pasamos por un pasapuré de mano, ponemos esa pasta a fuego muy lento para secarla un poco y luego añadimos, en daditos fríos, una buena mantequilla fresca salada, y removemos con un tenedor de madera. Añadimos despacio leche fresca bien caliente y seguimos removiendo y removiendo y aplastando hasta que la cremosidad sea la adecuada. Pasamos de nuevo este puré por un colador de malla muy fina y añadimos la sal y un poco de pimienta blanca y un nada de nuez moscada. Simple y difícil. Simple y difícil como el amor que se burla del tiempo y conserva el paladar sagrado del deseo. Sé que la piel de las palabras no envejece, que lo simple siempre es lo más difícil, como hacer puré y mantener caliente un amor. Los dos ya muy borrachos y muy derrotados, sentados bajo una de esas palmeras ridículas del Promenade des Anglais sin habernos quitado los mandiles mugrientos, oliendo a sudor, a mantequilla quemada, a peste de cocina, a ganas de escaparnos de allí. Pero sobre todo nunca olvides que guardamos el secreto, el único secreto que merece la pena. Amanecía sobre la bahía de Niza. Aún no sabía que pocos días después Jean Pé, mi amigo, se iría a trabajar a París y no nos volveríamos a ver en veinte años. Capullo, ¿de que secreto me hablas? ¿Estás demasiado mamado con este borgoña de a doscientos francos la botella? Y él, como si mirase a un perro sarnoso, a una rata despreciable, a un mosquito con diarrea: El secreto de convertir los alimentos en otra cosa, el secreto de convertir la comida en felicidad. ¡Felicidad!, ¿entiendes? Nosotros sí hacemos feliz a la gente que come lo que guisamos. Tenemos el inmenso poder de hacer felices a nuestros comensales, nada sublime, nada elevado, felicidad, sencilla, directa, sincera, real. Miras un cuadro de Picasso o de Matisse y bueno, te llega o no, te gusta o no, depende. Echas un polvo con Marguerite, esa exnovia tuya de coño estrecho y te gusta más o menos, pero depende. ¿Te hace feliz?, ¿te hace feliz Picasso? No, a la gente le hace feliz mi puré, tu atascaburras, hasta ese rodaballo recocido en mantequilla que nos obliga a cocinar el imbécil del chef. Mira sus caras, pregunta cómo se sienten después de comer. Cuando han rematado la cena con dos raciones de nuestra Crème Brûlée, su café y su habano, te dirán todos, todos, todos: “Me siento feliz”. Sí, feliz, nosotros tenemos el secreto, sabemos cómo hacer a la gente feliz, no para siempre, claro, pero sí por un rato largo. Y eso es mucho amigo. Eso es todo. Saber hacer feliz a la gente con la comida no es un arte, es un milagro, un misterio, un... Jean Pierre Magrit, un cocinero, un tipo entonces divertido, un cabrón de tomo y lomo que se ligaba a todas las novias que me eché en Niza. Amistad a lo largo, amistad entre piratas, entre gángsteres, entre cocineros. Más de veinte años sin vernos, sin hablarnos. Y él, hace un rato, no te preocupes, Linneo, eso está hecho. Tus pupilos ya están matriculados en la escuela. Amigo, cómo me acuerdo de aquel verano en Niza. Cuídate chef. Siempre fuiste el mejor. (...) (Fragmento de "Olvido en salsa". Inédito)


miércoles, 6 de julio de 2016

SOPA DE PEPINO

pintura de Reisha Perlmutter
Una lengua de frío entra por la ventana y en lugar de arroparse con un pico de sábana se pega a su espalda. Ahora está entre la brisa de un raro amanecer de julio y la calidez de su piel, dormida aún, o tal vez volviendo de quién sabe qué paisajes. Se da cuenta, atesora cada minuto de ese rato, siente el placer de ese frío y de la tibieza que le espera en un rato y aún no quiere propiciar. Nada queda del tiempo, apenas hilachas en la memoria, fotografías blandas, algunas palabras repetidas o el olor de los dos que siempre va a ser difícil encerrar.

Mas tarde hacen para desayunar y desafiar el primer calor de la mañana una sopa de pepino, un guiso muy antiguo, dicen que sefardí. Ligan pan asentado y agua muy fría, ajo, hierbabuena, dos pepinos hermoso, un poco de pimienta blanca, chorro grande de aceite de oliva, sal, unas gotas de limón. Suma a todo esto un moderno aguacate y le da al botón del vaso batidor. Luego pasa la sopa por un chino y se lo sirve a ella en las copas de dry Martini que se bebieron anoche. La resaca tiene la claridad de mostrarnos el cuerpo y sus fronteras, la delicadeza de todo el mecanismo y la facilidad por ahora de volver de la niebla y refrescar el alma con unos pocos besos y una sopa de pepino mañanera. Quién sabe cuantos Julios les acechan, cuantos raros amaneceres fríos, cuantos martinis para brindar por todo, cuantas veces abrigarse con una piel ajena y cuanto calor para pretextar, después del desayuno, un baño largo en las transparentes aguas de esa garganta que hoy sienten sólo suya.