lunes, 18 de julio de 2016

EL MEJOR PURÉ DE PATATAS DEL MUNDO (dedicado a la ciudad de Niza)


He llamado esta mañana a Jean Pierre Magrit, uno de los profesores que más manda en la escuela, para hablarle de Lucia y de Claudio. Sin problema, si son tus recomendados ya serán dos buenos cocineros. Los acogeremos con exquisitez francesa y camaradería española; además, si son amigos de Jaime, uno de los mejores alumnos que ha tenido la escuela en los últimos años, no hay más que decir. Linneo, ya sabes que aquí muchos te admiramos. Amistad ¿entre piratas?, ¿entre cocineros? Esa extraña secta peligrosa y vampira de egoístas, egocéntricos, arrogantes, cabrones, duros, incansables, bestias, pasionales, venenosos, ingeniosos, amargados, divertidos, chulos, glotones, aventureros, irresponsables, generosos, inconscientes, soñadores, groseros, ¿artistas?; nunca artistas, solo obreros, artesanos, alquimistas que saben hacer todos los días lo que el artista sublime intenta durante muchos años sin conseguirlo. ¿Amistad entre unos tipos que trabajan con un cuchillo afilado de dos palmos?, ¿que remueven aceite o agua hirviendo y se ciscan en todos los dioses y sus madres?, ¿entre chefs? Ese extraño grupo de chuloputas que se disfrazan con mandiles blancos y gorritos ridículos y se apropian de palabras de la poesía y hasta de la filosofía para bautizar sus comistrajos, sus guisos, sus creaciones, sus trampantojos, sus menús, sus plagios. Amistad. Tal vez. Además de insultarnos, traicionarnos, envidiarnos, ningunearnos los unos a los otros, podíamos ser amigos. Sí, casi seguro que mataría por defender a un amigo cocinero. Me jugaría el pellejo por el capullo de Jean Pierre Magrit, por ejemplo. Trabajamos juntos en Niza, nos matábamos a trabajar en aquel hotel ridículo con ínfulas de lujo trasnochado, con menús llenos de salsas grasientas y pescados recocidos. Me quitó dos novias y me enseñó algo que yo creía tan chorra como hacer un simple puré de patatas, pero que él convertía en una crema ligera, exquisita y sublime. Pero yo le enseñé a hacer atascaburras y quedamos en paz. Amigo, ¿cuántas noches derrotados y echando pestes del salario de miseria que ganábamos nos emborrachábamos juntos, a eso de las dos de la mañana, con buenos vinos robados de la bodega del hotel, caminando por la playa mientras me hablaba de Matisse y de su guiso merluza en papillote con perfume de regaliz que nunca le dejaba hacer el carca del chef? A veces lo más simple es lo más difícil. Como hacer un buen puré. Y Jean Pierre bebía un trago largo a morro de la botella antes de afirmar chulo, sentencioso, francés: el amor al que fueron mojando los años, las distancias, los encuentros se convierte en un amor distinto, un amor lleno de complicidad, reconocimiento, silencio, intimidad, amistad, cariño, lealtad. Si el amor logra sobrevivir a la arena del olvido, a la aniquilación de la distancia, al dolor de las traiciones y a ese cansancio que arruga el corazón de tantos seres, se vuelve un amor adolescente, divertido, camarada, fácil. Pero lograr no perder ese amor es tan difícil... Tan mágico que siga latiendo ahí, en la piel de las palabras... Pero yo entonces no entendía nada de las filosofías amorosas baratas de aquel rubiaco, pecoso, narigudo, y ligón, dos años mayor que yo, que me levantaba todas las novias con su labia de Cirano. Venga, Jean Pé, no me jodas con Matisse y dime cómo se hace tu puto puré. Pero él nunca paraba de repetir todo aquello de que los cocineros solo éramos obreros pero que teníamos más poder que Picasso o su amado Matisse porque dominábamos “el secreto”. El secreto lo es todo, camarade. Ya sabes, Linneo, patatas y mantequilla para hacer una nube de sabor y no una bola de engrudo. Ingredientes tan simples como los necesarios, amar y no hacer engrudo con los besos, cariño y tiempo. Linneo, añoro los fracasos que no tengo en la memoria, no haber vivido con plenitud amores que tal vez hubieran fracasado, admitiendo que el final de un amor sea un fracaso y no otra cosa, un “au revoir mon amie”. Mejor fracasos que nada. Mejor haber vivido que solo haber deseado vivir durante días o años entre aquellos brazos y abrazos. Añoro los fracasos que no pude tener. Pero fueron hermosos y gustosos los fracasos que tuve. Bueno, te cuento, pero luego me dices tú como se hace ese paté blanco con ese nombre tan raro, “¿atascaburras?”. Bueno, para mi puré solo hay que cocer unas buenas patatas Ratte y hacer caso al Papa Robuchon: cocerlas con su piel. Las pelamos y las pasamos por un pasapuré de mano, ponemos esa pasta a fuego muy lento para secarla un poco y luego añadimos, en daditos fríos, una buena mantequilla fresca salada, y removemos con un tenedor de madera. Añadimos despacio leche fresca bien caliente y seguimos removiendo y removiendo y aplastando hasta que la cremosidad sea la adecuada. Pasamos de nuevo este puré por un colador de malla muy fina y añadimos la sal y un poco de pimienta blanca y un nada de nuez moscada. Simple y difícil. Simple y difícil como el amor que se burla del tiempo y conserva el paladar sagrado del deseo. Sé que la piel de las palabras no envejece, que lo simple siempre es lo más difícil, como hacer puré y mantener caliente un amor. Los dos ya muy borrachos y muy derrotados, sentados bajo una de esas palmeras ridículas del Promenade des Anglais sin habernos quitado los mandiles mugrientos, oliendo a sudor, a mantequilla quemada, a peste de cocina, a ganas de escaparnos de allí. Pero sobre todo nunca olvides que guardamos el secreto, el único secreto que merece la pena. Amanecía sobre la bahía de Niza. Aún no sabía que pocos días después Jean Pé, mi amigo, se iría a trabajar a París y no nos volveríamos a ver en veinte años. Capullo, ¿de que secreto me hablas? ¿Estás demasiado mamado con este borgoña de a doscientos francos la botella? Y él, como si mirase a un perro sarnoso, a una rata despreciable, a un mosquito con diarrea: El secreto de convertir los alimentos en otra cosa, el secreto de convertir la comida en felicidad. ¡Felicidad!, ¿entiendes? Nosotros sí hacemos feliz a la gente que come lo que guisamos. Tenemos el inmenso poder de hacer felices a nuestros comensales, nada sublime, nada elevado, felicidad, sencilla, directa, sincera, real. Miras un cuadro de Picasso o de Matisse y bueno, te llega o no, te gusta o no, depende. Echas un polvo con Marguerite, esa exnovia tuya de coño estrecho y te gusta más o menos, pero depende. ¿Te hace feliz?, ¿te hace feliz Picasso? No, a la gente le hace feliz mi puré, tu atascaburras, hasta ese rodaballo recocido en mantequilla que nos obliga a cocinar el imbécil del chef. Mira sus caras, pregunta cómo se sienten después de comer. Cuando han rematado la cena con dos raciones de nuestra Crème Brûlée, su café y su habano, te dirán todos, todos, todos: “Me siento feliz”. Sí, feliz, nosotros tenemos el secreto, sabemos cómo hacer a la gente feliz, no para siempre, claro, pero sí por un rato largo. Y eso es mucho amigo. Eso es todo. Saber hacer feliz a la gente con la comida no es un arte, es un milagro, un misterio, un... Jean Pierre Magrit, un cocinero, un tipo entonces divertido, un cabrón de tomo y lomo que se ligaba a todas las novias que me eché en Niza. Amistad a lo largo, amistad entre piratas, entre gángsteres, entre cocineros. Más de veinte años sin vernos, sin hablarnos. Y él, hace un rato, no te preocupes, Linneo, eso está hecho. Tus pupilos ya están matriculados en la escuela. Amigo, cómo me acuerdo de aquel verano en Niza. Cuídate chef. Siempre fuiste el mejor. (...) (Fragmento de "Olvido en salsa". Inédito)


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