jueves, 21 de julio de 2016

EL PRINCIPIO.


Vale. El principio. Lo tengo claro. Fue el día en el que conocí a Claudio, el hijo del Tocinero. El segundo día de la escuela. Toda mi vida allí en la playa junto al chiringuito de madre, feliz, y de pronto me encierran con veinte monstruos de seis años y una bruja. La puta escuela. Ese fue el principio. Yo allí sentada, muerta de miedo, con la piedra lisa, blanca, suave, en el bolsillo, que me había regalado Mico el Sardinero. Es una piedra de sirena, Lucía. Llegó enganchada en la red desde el fondo del mar, desde los más hondo. Es una piedra mágica. Y la jodida maestra escribiendo números en la pizarra. Toda esa mierda del dos por dos. Yo ya le hacía las cuentas de las comandas a mi madre con la tiza encima de la piedra del mostrador y luego la suma de las ganancias del día y las divisiones de los pagos a los proveedores. Y esa bruja, dos por dos, cuatro. Joder. El resto de monstruos cuchicheando porque nunca me habían visto en la escuela. Es Luci, la hija de Carmen, la del chiringo. Tenía ganas de salir corriendo, ganas de llorar, ganas de ir con madre. Acariciaba la piedra blanca y pesada que escondía en mi bolsillo. Entonces va el Tocinerillo, que se sentaba detrás de mi pupitre, y dice: Tu madre es una guarra. Sonreía expectante. Tu madre es una guarra. De nuevo. Los otros monstruos se reían también y yo no entendía. Mi madre siempre se lavaba antes de cocinar, se lavaba en la gran pila de granito del patio con una pastilla de jabón Lagarto y esas esponjas de mar grandes que nos traía Mico del fondo del mar. Mi madre olía a frituras y a guisos ricos cuando estaba trabajando en el chiringuito, y luego olía a jabón y a ese perfume de lavanda y limón que le gustaba ponerse antes de ir a dormir agotada de estar todo el día asando sardinas, haciendo arroces, sepias, croquetas, caldillos y sirviendo chatos y cervezas a los turistas. Y Claudio de nuevo: Tu madre es una guarra. Nunca había sentido esa furia y ese miedo. Nunca. Creo que ese día fue el principio de todo esto. Cerré los ojos. Los otros pequeños monstruos se reían. La maestra seguía escribiendo la tabla del dos en la pizarra y yo sentí mi mano apretando la piedra de sirena y veía a madre tan guapa, sonriendo mientras me miraba y se lavaba en la pila con agua fría y ese jabón verde, esa esponja rugosa y a la vez suave y su voz susurrando una canción que ahora no recuerdo. Furia. Mi brazo se disparó con la mano empuñando la piedra blanca contra la boca abierta de Claudio en el momento en el que comenzaba a repetir esa frase. Tu madre es una guarra. Recuerdo los trozos de dientes ensangrentados sobre el pupitre, sus babas rojas chorreando por su baby, la cara de espanto de la bruja, sus gritos, los gritos de Claudio, mi piedra de sirena llena de sangre tras golpear su boca, la mano sarmentosa de la maestra atenazándome, arañando mi oreja mientras me llevaba así atrapada hasta el despacho del director, sus gritos, los míos, el bofetón de don Pedro, el director. Pasó mucho tiempo. Llegó madre, las voces de aquel viejo diciendo que era una niña peligrosa, que acabaría en la cárcel, que madre era responsable de no haberme llevado antes a la escuela, que quizá ya fuera demasiado tarde. Árbol torcido, árbol torcido, repetía. Luego recuerdo que estaba de nuevo en el chiringuito, por fin a salvo de los pequeños monstruos, la bruja, el director. Mi madre preparaba el género para las comidas, machaba los ajos para los adobos, encendía las brasas. Ya quedaba poco de septiembre y luego tendría que cerrar el chiringuito hasta el verano siguiente. Entonces le vi llegar. Tocinero padre en persona. Una mole de ciento treinta kilos y dos metros de altura que cortaba las chuletas de buey en su carnicería como si fueran mantequilla. Recuerdo mi miedo cuando debía ir a su tienda a por algún encargo de madre. Sus manos inmensas troceando la carne con una hacheta que afilaba sin parar con una lima larga y roñosa, su voz ronca, sus ojos diminutos muy negros y sus cejas espesas. Una mole. Se decía que de joven había estado en la cárcel, que había partido el cuello con dos dedos a un tipo que piropeó a su mujer en las fiestas. Tocinero padre se acercaba despacio caminando por la orilla de la playa con el mandilón de rayas negras y verdes manchado aún de sangre, brutal, enorme. Sin duda venía a partirme el cuello como a uno de esos cochinillos blancos que troceaba en un minuto encima del tocón de su carnicería, y a sacar las tripas a madre como hacía con los pollos metiendo el dedo índice, gordo y chato por el culo. Tocinero padre era un ogro. Venía sin duda a vengarse por haberle roto a su hijo la boca con mi piedra de sirena. Me escondí detrás de las cajas de cerveza. Hola, Carmen. Siento mucho lo ocurrido. El niño es tonto. A ver si aprende. Seguro que lo dijo sin malicia. Lo habrá escuchado a su madre o a alguna vecina de mala hiel. Vaya panda de víboras. Lo siento de verdad, Carmen. Me duele todo esto. Lo siento mucho. Yo no entendía nada. El ogro en voz baja disculpándose ante madre. El ogro avergonzado. Dile a la niña que salga. Quiero pedirle disculpas a ella. Madre me llama. Salgo. La manaza de Tocinero padre aún con rastros de carne despedazada entre las uñas acariciando mi cabeza. Lo siento, niña. No volverá a ocurrir. Quiero que seáis amigos. Claudio en un poco tonto. No te preocupes. Ha dicho el médico que como son dientes de leche le crecerán luego los buenos. Le han cosido el labio y ahora lo tiene hinchado como un choto, pero ya se le curará. Perdona, niña, de verdad. Estoy muy avergonzado. El ogro allí, apoyado en el mostrador de piedra del chiringuito. Madre le pone un chato doble y unas rabas fritas recién hechas. No importa, Claudio. Son cosas de chiquillos. Ese es el principio. Tocinero hijo fue mi primer amigo de la escuela. Ya nunca más tuve miedo de Tocinero padre. Era un ogro bueno. Detrás de sus manos ensangrentadas y su vozarrona de malas pulgas se escondía un buen tipo. Troceaba los huesos de ternera que mi madre le encargaba para los caldos como quien corta humo, pero, luego, con todo lo que pasó después, siempre defendió a madre y hoy me defiende a mí. Ahora, quince años después, solo tengo un amigo en este pueblo de mierda. Claudio. Volví a la escuela. La bruja de la maestra nos trataba como a retrasados. Don Pedro, el director, seguía dando hostias con su mano grande y blanca en la que tenía un sello de oro con una piedra roja. Así hasta que se jubiló o se largó del pueblo a otro más grande dos años después. No lo sé, ya no lo recuerdo. Alguna niña o algún niño se atrevió a decirme eso de tu madre es una guarra, pero ya no necesité sacar mi piedra de sirena. Era Claudio quién tiraba de los pelos o se liaba a puñetazos con quien fuera para defenderme, y bastantes veces más acabamos los dos delante del director. Sí. Creo que este es el principio, el día en el que dejé de tener miedo a los ogros. (De: "salsa de olvido" Inédita.)


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