jueves, 1 de septiembre de 2016

EL BESO DE MARÍA

Foto de Emilio Jiménez
Algunos tenemos la fortuna inmensa de haber dado muchos besos a a lo largo de la vida. Besos a personas que quisieron besarnos, nos desearon, nos amaron, tuvieron nuestra complicidad en esa forma misteriosa de ternura que consiste en juntar los labios por unos segundos para abolir el tiempo. Si, nuestra generación ha resultado al final muy besucona, hemos datos muchos besos a muchas personas en todos estos años, pero algunos besos, pocos, quedan arropados, protegidos y mimados en los rincones más invulnerables de nuestra frágil memoria.

Un beso como aquel con María, hace ya treinta años, casi de madrugada, en una vieja casa de un pueblo de Ávila mientras dormían a nuestro alrededor todos los amigos y también nuestros amantes de entonces. Un beso en el que había deseo y hasta mucho deseo, pero sobre todo reconocimiento. Si, he tenido esa inmensa fortuna, la de besar y ser besado por muchos labios que yo deseaba. No es poca esa suerte, es inmensa, un privilegio dulce que guardo como pocos. Y de entre todos ese beso largo de María aún me sabe. Entonces me gustaron sus ojos, su sinceridad descarnada, su carácter de furia transparente. No hablo de amor exactamente sino de complicidad y reconocimiento de relámpago, como si nos hubiéramos dicho: “te lo advierto muchacho, no te escondas, no disimules, te conozco, eres de mi estirpe, de mi tribu, de mi rincón del mundo”.  Hoy he sacado de nuevo, de muy dentro, casi intacto, ese beso con sabor a tabaco y a dulzura, tan lleno de deseo, tan grande, tan libre, tan sabroso.

Hace algunos años, cuando estaba viva, escribí esta receta para ella, para su mujer y su hija. Haces un puré suave con patatas nuevas, calabacín y cebolla muy cocida y lo pasas por un pasapurés y un chino para que quede suave pero consistente de textura. Preparas un paquetito con papel de aluminio y colocas una ración de puré en el fondo y encima un trozo de merluza fresca, una suprema de cogote o de lomo limpio de piel y sin espinas, pones la sal, un chorro de aceite de oliva encima del pescado y cierras bien el paquete, lo metes al horno fuerte diez minutos para que se haga en su propio jugo y el jugo que suelte caiga sobre el puré y sirves así el paquetito cerrado en el plato.

Hoy María ya no se está, salvo en ese “cielo” que es la memoria de quienes no creemos en el cielo, en ninguno (ella se hubiera burlado con sorna de esta cursilería). Pero su beso sí está vivo, aquel beso furioso, con los ojos abiertos y la sonrisa franca y las ganas intactas. Si alguien te besa así ya no tienes excusa para seguir saboreando la vida que queda por delante. Eso hago hoy, llorando como un tonto. Brindando por ella con un poco de vino. Tu beso María.

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