domingo, 2 de octubre de 2016

DESAYUNAR AHUMADOS


Me ha asombrado verte en el periódico, en las páginas salmón precisamente, saludando a un ministro pirado y en funciones de este reino de locos que es España, nombrando el provenir igual que entonces, con muchos años más y, también para mi, más deseable, aunque ahora seas presidenta de no sé qué tinglado cibernético y te disfraces de Gucci, Zara y Jacobs. Seguro que cuando no vas de uniforme, vuelves a tus vaqueros cortos y las viejas camisas de algodón crudo de tu padre.

Aquel día me llevaste muy temprano desde Mountain View hasta más abajo de la bahía de Carmel. Paraste la moto en una pequeña playa despoblada rodeada de islotes donde rompía con alegría el tramposo Pacífico. Allí tenía una pequeña casa de comidas un viejo mejicano que parecía sacado de una novela de Cormac McCarthy. Mesas de madera lavada y suave hecha con pedazos de naufragios, manteles blancos de lino roto y vino frío de la tierra. Como hacía calor nos pegamos un baño antes de desayunar, pero nada de enchiladas, ni tacos, ni burritos, ni melindres texmex de pacotilla. Alonso sólo servía en su chocita los pescados que su red y su caña atrapaba y que luego ahumaba en caliente con virutas de árboles que yo no conocía y cuyos nombres ya he olvidado, delicados pescados del Pacífico, desespinados y limpios, aliñados con yerbas y polvos heredados del tiempo salvaje o sabio de sus abuelos indios.


Le conocías de largo al tal Alonso, seguro que pariente de Quijano, de cuando venías con tu padre de niña a pescar felicidad y lubinas, me dijiste. Y luego, de cuando aprendiste de joven otros placeres y traías a comer a los amores que merecían por algo el privilegio, me dijiste también. Ni el menú ni el lugar habían cambiado. Ni tampoco el dueño, cocinero, ahumado, pescador, mago que nos puso para almorzar, todo pasado por la magia del humo, almejones, trucha de mar, corvina y unas rodajas de un bogavante de debía ser primo segundo de Neptuno por su enorme tamaño y su sabor griego y exquisito. Ni trampa ni cartón, ahumaba los pescados en una cocina de techo abierto, en un armario grande de chapa renegrida del que el humo apenas se escapaba. El viejo brujo se sentó con nosotros a comer y hablamos de ríos, selvas, guisos, libros y derrotas, de navajas damastinadas y salsas rabiosas, ahumadores, plantas tóxicas y armas antiguas. Y de tí sobre todo. De tu orgullo de indígena perdida, de emigrante del norte, de rebelde con causas. Te reías, nos servías más vinito, nos pinchabas al viejo o a mi según tu antojo con palabras precisas y afiladas, con preguntas, burlas o silencios. Luego un buen café de puchero, un cigarro y un poco de silencio.  Nos pasamos en la playa todo el día mientras arriba, en casa Alonso, el cocinero hacia feliz a mucha gente con su comida ahumada, su humor y sus secretos.




A mi edad todo se olvida. Pero no olvidaré tu pelo negro de india del desierto, ni tu piel de holandesa poco errante, ni el deje de tu español entre mis labios. Dormimos esa noche en la cabaña en la que el mejicano guardaba los aperos de pescar. Esa noche el mar hizo honor a su nombre y bebimos más vino y reímos más veces. He olvidado casi todo de entonces, años enteros de mi vida, pero no cómo ahumar un buen pescado, ni a qué sabe la piel de una mestiza. Ni tampoco he olvidado a Alonso, seguro que con algo de Quijano, seguirá allí, en la pequeña cala, a media hora de Carmel hacia el sur. También yo soy mestizo, hoy lo sé, en mi sangre, mi cocina, mis ideas de rojo y piterpan y mi forma de recordar algunos pocos días en los que estabas tú.

En el periódico salmón no dicen la receta del ahumado, ni porqué te gustaban mis historias, ni porqué California y el Pacífico era el hogar de los perdidos. Tampoco dice nada de tu culo, ni del verso de Cernuda que te gustaba tanto, ni del olor del mar, ni de todas esas cosas que son de verdad tan importantes.

Mi nuevo ahumador. Gracias Ángel, Delia.

3 comentarios:

  1. De nada. Seguro que salen de ahí muchas cosas ricas.

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  2. nunca te escribo... pero por favor no dejes nunca de escribir,
    aunque sea sólo a mi me llegas al alma. Comparto tu amor por la cocina: llegué a ti gracias a Iban Yarza, por una entrada en la que decías: "unas manos que saben hacer pan saben hacer de todo", por la naturaleza, a ella llegué antes, y aunque he estudiado ambas debo confesar que he pasado más tiempo andando que amasando, y tu amor por el amor, pero eso se lo debo a los libros, y la vida...
    hoy hemos comido pan casero en un refugio de montaña, a 5 grados y 2700 metros de altura, y me he acordado de ti: ama despacio, come despacio, aún me queda qué aprender, no dejes de escribir...

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    Respuestas
    1. Gracias A.
      Comer pan casero a 2.700 metros y fuera el frío... es un lujo verdadero.
      Me alegra que te guste lo que cuento aquí.

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