lunes, 10 de diciembre de 2018

AU REVOIR LES ENFANTS

El 30 de enero de 2019  cerraré GASTROPITECUS GLOTÓN, esta ventana que abrí hace ya diez años. Sólo tengo gratitud hacia los 500.000 lectores y lectoras que alguna vez pasaron por aquí a picar algo, palabras, recetas, experiencias, memorias, ficciones... Desde aquí salieron luego, en papel, "los dientes del corazón" (Baile del Sol) y "el Barco Caníbal" (Ediciones del Viento), así que algo perdurable quedará.

Y me alegra que desde aquí crecieran algunos apetitos y amores.  Un beso, nos vemos en las calles ¡Salud y Libertad!


"Mae fue a la cocina y preparó pan con aceite y anchoas, manzanilla bien fría, jamón. Encendió unas velas, te alimentó con sus dedos igual que antes te había alimentado con su deseo. La alimentaste con tu boca igual que antes lo hiciste con tus manos, ofreciéndoos los mejores bocados. Tenía el cuerpo aún muy delgado, pero ya moreno del sol de la primavera del sur y en el costado, junto a uno de sus pechos, una cicatriz aún violácea delataba el mordisco de la bestia, la lucha ganada. Después de comer y de beberos la botella entera de vino os cubristeis con una sábana. Sonaban los grillos en la vega y las velas iluminaban apenas vuestras caras. ¿Qué harás ahora? Preparo un viaje. ¿Un viaje? Sí, me voy contigo a ver a Raimond Royuela. 

Aún no puedes entenderlo, ni pasar a palabras lo que sientes, pero sabes que la vida, sin pedirlo, te ha regalado un trozo grande de plenitud llena de guindas, nata y chocolate. Un pedazo gigante de esa tarta. Hace una semana te preocupaba el informe sobre el test de la nueva campaña, las advertencias del jefe, la mirada inquisitiva de los compañeros, el cansancio crónico que te embota el cerebro desde hace ya muchos meses, tal vez años, el pitido del móvil. Después, tras la embriaguez de la huida, tras el alivio breve de haberte despedido por fin, viviste la angustia, el no saber y el saber que la vida de tus veinte últimos años se resume muy bien en una sola y precisa palabra: nada. Luego te embarcaste en una estúpida búsqueda de un vellocino de papel inexistente por hacer algo, por ir a alguna parte. Sin embargo, ahora, abrazado de nuevo por las piernas de Mae, respirando su aliento y sus palabras, dejándote llevar, besando su cicatriz violácea, su vulva rosa, sus ojos negros, no queda nada de aquel hombre que llegó cansado a la verja de una casona de las afueras de Sevilla. Estás desnudo, por fin, del infinito peso del tiempo malgastado. Después, cuando ella te cuenta quién fue, a qué sabe de verdad el dolor, de qué color es la muerte, entiendes que es verdad, que no se trataba de una borrachera fugaz de sexo y primavera, sino de un reconocimiento, de una sorpresa, de una certeza. Tienes en los brazos un trozo de la gran tarta de la vida entero para ti. Toma, cómetelo entero, compártelo con ella, di que sí.

No te duraban los novios más de dos semanas, tanto en Madrid como en Londres. Puntuales compañeros de amor, no soportaban a una mujer como tú. Solían huir atemorizados o recelosos de tus fuerzas, tu valentía o tu inteligencia. Por ejemplo, para decir NO en medio de aquella reunión de los asociados en la que se decidía, cosa hecha, puro trámite, la compra de Arax Company. No era un secreto que Winston London, uno de los jefazos de la firma para la que trabajabas, tenía un buen paquete de acciones. Tras tu NO, que sonó igual en la sala que una pistola que vaciase el cargador en el oído de un bebé, eso diría Jaime Watt después, tan amigo de los símiles extraños. Tras ese NO cristalino y fuerte, deshojaste casi entre susurros los argumentos que explicaban el desastre seguro que iba a suponer la adquisición de Arax, la trampa envenenada que se escondía detrás del aparente chollo. Patentes vencidas, fuga de ejecutivos, falsas innovaciones, beneficios apañados. Te jugabas el trabajo presente, tu carrera futura y, a decir de tu compañero James, Jaimito para ti, tu último amante huido, te estabas jugado el pellejo teniendo en cuenta que estaban sobre la mesa dos mil doscientos millones de dólares y que, después se supo en detalle, el beneficio que se hubiera embolsado Winston London por lubricar los goznes de la operación y vender su paquete de acciones el día después sería de un diez por ciento, doscientos veinte millones de nada. La cara del honorable socio fue adquiriendo un tono rosado a medida que veía peligrar primero y luego evaporarse después las ganancias de un enjuague que llevaba preparando tres años. Días después se tuvo que ir de la firma, sin cena homenaje ni despedida entre aplausos. A Mae le pusieron un par de guardaespaldas durante una buena temporada porque el cabreo del humillado daba para pagar media docena de profesionales de la muerte o más bien tres docenas. Había que tener huevos. Esa fue la expresión que James repetía con esa g gangosa que le salía cuando se empeñaba en utilizar frases hechas en castellano. Sí, la humillación de Winston ante el resto de socios fue similar a la que sintió Dios el día en que su ángel favorito decidió llamarse Satanás. Símil de Jaimito. La firma le dio unas palmaditas en la espalda y sufragó los gastos de los gorilas protectores, pero no hubo movimientos de ascenso, ni gratificaciones para Mae a pesar de que su NO había salvado a la firma de un batacazo seguro. Sí, Mae era minuciosa, hacía los deberes, exprimía sangre de su hoja de cálculo, sabía dónde llamar para desentrañar la verdad y cómo mirar detrás de la hojarasca lustrosa de las cuentas de resultados. La niña encantadora, la chica aplicada, la dulce y culta Mae era la mejor broker de la firma, aunque le escociera la entrepierna a más de uno. Porque los tíos, sus compañeros, sus jefes, tan educados, tan masterizados cum laude, tan políglotas y mundanos tenían siempre bajo el caparazón de buenas personas al cavernícola machista falócrata y se les arrugaba el pene a tamaño cucaracha cuando esa tía tan buena a la que se estaban tirando se corría antes que ellos y salía a fumarse uno de esos Partagás que le había regalado un cliente satisfecho por sus valiosos informes. Ver a esa chiquilla desnuda en la terraza helada de sus apartamentos londinenses fumándose un habano más grande que sus penes antes de perder la virilidad descolocaba al más arrogante seductor de la oficina. Los tíos, siempre apegados a la receta mágica, al gimnasio con sauna y la lectura discreta del Cosmo en la peluquería, se habían tragado eso de que lo importante era dudar a costa de lo que fuera y ahora acabamos todos con la entrepierna escocida de tanto culeo martillo pilón. Más de uno y más de tres visitaron con su mujer al terapeuta sexual después de una noche de cama con Mae. Más de dos no volvieron ni a pensar en ser infieles a sus mujercitas inteligentes pero lo justo, feministas una chispa y orgullosas siempre de sus fogosos mariditos, tan guapos, seguros, musculosos, dulces y ocupados y también tan despreocupados siempre de los apretones a la Visa. Esas eran las mujeres con las que todos sus compañeros deseaban casarse, listas, desenvueltas, viajadas, a la moda, mezclando ropa cara con trapos de GAP, Zara, H&M. Mae no. Por eso, cuando la niña se despidió sin muchas explicaciones y volvió a Madrid, todos resoplaron aliviados y más de cuatro hubieran pensado eso tan católico de se lo merece por lista, por guarra, por mujer y por creerse mejor que nosotros y demostrarlo si hubieran sabido que el motivo de su huida era un jodido cáncer agarrado a su pecho.

Tú no sabías entonces nada de ese pasado. Solo sabías que te gustaba escuchar cuando te llamaba idiota antes de besarte muy rápido y seguir mirando la carretera. Idiota por nada. Como el mejor de los halagos, solo por estar ahí camino de París, mirando su perfil con los ojos locos del amor. Mae. Como Mae West. When I’m good I’m very good, but when I’m bad I’m better. Dios sabe cuál sería la fantasía de su padre o de su madre cuando le pusieron el nombre o la cara del cura el día del Bautizo. Mae, morena, delgada, extraña, seria. Tenía en alguna esquina de su corazón ese genio de la otra Mae, esa forma de reírse de la vida y aguantar, de no conformarse y nunca, nunca darse por vencida. Detrás de su aparente fragilidad era una mujer indestructible. Pero eso también lo supiste después, cuando ella ya no estaba contigo y te quedaba a ti contar esta aventura. Mae, su voz en tu oído antes del amanecer, el olor de su aliento, la forma en que te llama idiota y sonríe igual que cuando te abraza en sueños. No sabes en qué momento te dijo aquello. Las cartas de amor necesitan de tres sencillos ingredientes: sobre todo tiempo, distancia y palabras, además del amor, correspondido o no. Tiempo, porque solo quien tiene tiempo por delante puede pensar despacio, recordar con lentitud o inventar mil futuros posibles para su amor. Distancia, porque solo la distancia nos permite enfrentarnos al vacío, a la soledad de tener lejos al otro, la incertidumbre de temer que tal vez él o ella solo sea un espejismo o un invento de nuestra imaginación. Y palabras, con frecuencia palabras que se han ido repitiendo en muchas cartas por muchos dedos a través de los siglos, palabras para evocar, acariciar, describir, hacer daño, nombrar el amor. No era mala la hipótesis. Tiempo, distancia, palabras. No era fácil reunir hoy estos sencillos ingredientes en un mundo sin tiempo, sin apenas distancias, con las palabras justas para pedir las cosas. Amor y deseo tal vez, pero solo con amor y deseo no se escribían cartas. Te costaba recordar cuándo fue la última vez que escribiste tú una carta de amor. En cuanto nos hemos visto he sentido que te deseaba. No te conozco, no sé casi nada de ti y sin embargo ya ves, me gusta tenerte entre mis piernas, hablarte de mi vida. No me importa nombrar el cáncer, mostrarte sus mordiscos, dejarme llevar por tus ganas. Son las nueve de la mañana. Te gustaría seguir allí, atrapado por la quietud de esa casa de guardeses, por el cuerpo delgado de Mae, por su voz ronca y lenta, pero es ella la que te empuja, la que hace delante de ti su breve equipaje y te propone hacer el viaje en automóvil en lugar de coger el avión. Nos llevaremos el coche del abuelo. Y te sonríe igual que si te conociera desde la adolescencia. Las cartas de amor hoy son como ruinas de un tiempo remoto, pura arqueología. Objetos extraños de los que adivinamos su uso sin saber muy bien cuál era su valor. Su formalidad, su retórica, esa forma de escribir sobre el amor, el deseo, la distancia, el reencuentro nos sobrecoge igual que cuando miramos una vasija de terracota de tres mil años e imaginamos la cara de quien bebió en ella. ¿Cuánto hace que no compras un sello y visitas un buzón de correos? La miras. No ves en ella nada que no desees. Solo esa sombra que no sabes nombrar, un temor sin forma y sin nombre que olvidas pronto. Ahora no te preguntas qué haces aquí. Ya no te sientes un imbécil vagando detrás de humo. Piensas que da igual encontrar o no esas cartas. Tira bien el Fragate del cincuenta y dos. Ella conduce. Cierras los ojos. Te acaricia el aire aún fresco de la mañana subiendo Despeñaperros. Has comenzado un viaje. Por una vez auténtico."









lunes, 3 de diciembre de 2018

RACIÓN DE TIEMPO Y PARAÍSO (dedicado a Fernando Sánchez, que me estará escuchando y se empeña en que siga leyendo a Paz)


Hay un verso de “Piedra de Sol” de Octavio Paz, que dice: “defender nuestra ración de tiempo y paraíso”.

Han sido unos cuantos miles de años caminando, así que lo extraño es que nos hayamos acostumbrado tan pronto a estar sentados todo el día mirando de cerca una pantalla luminosa. Más de dos millones de años si nos remontamos al género homo, más de doscientos mil años si sólo tenemos en cuenta a sapiens, son muchos años caminando sin parar y mirando lejos. La locura y la tristeza, la obesidad y el colesterol, la cobardía y la miopía son el resultado de no hacer caso a nuestros genes y no salir todos los días al camino a mirar el horizonte.

Muchos de nuestros congéneres están encantados con esta nueva vida de comodidad y sedentarismo, sólo hacen ejercicio o deporte por prescripción médica o porque está de moda o para conseguir y lucir esbeltez. Unos pocos, en cambio, no soportamos estarnos quietos, nos tira el instinto al campo y sólo allí nos sentimos en paz, reconfortados, tranquilos. Es llegar al río o  al monte y sentir en el cuerpo que se está en casa. Allí tenemos nuestra ración de "tiempo y paraíso” que es o debería ser nuestro derecho como humanos. Estaría el derecho al refugio, el alimento, la cultura, el cuidado. Y también el amor y estas horas de monte y soledad.

Ultimamente hay demasiadas películas sobre el Apocalipsis, los fines del mundo, el enésimo diluvio, terremoto o centella meteórica gigante reventando nuestra tierra. Para el tranquilo y agudo filósofo Dan Dennett el caos es mucho más fácil: “Internet se vendrá abajo y cuando lo haga viviremos oleadas de pánico mundial. Nuestra única posibilidad es sobrevivir a las primeras 48 horas”. Y claro nada funcionará, ni los teléfonos, ni la electricidad, ni las gasolineras, ni los cajeros de los supermercados, nada. Tal vez el mundo sea hoy lo que se esconde en las tripas de millones de cacharros conectados con fibra óptica y satélites zombis, pero el mundo es también ese pequeño río al que voy a pescar, ese monte en el que cazo donde siguen creciendo las higueras salvajes junto a las que me apostaba de niño. Tal vez el mundo sea ahora una frágil telaraña de cables telefónicos, ordenadores y móviles a punto de colgarse y colapsar el progreso, pero el universo es también esa zona de agua baja en la que un gran barbo espera el desayuno y esa pequeña ondonada en las que van a jugar al amanecer los conejos que se han salvado de las últimas epidemias.

De niño me maravillaban las luciérnagas. Al principio las atrapaba las noches de agosto bajo una adelfa del jardín para intentar llevarme su luz a mi habitación, Allí me encontraba con un escarabajillo gris y feo. Pronto comprendí que su magia sólo funcionaba en libertad.

Me impresionaban las ranitas de San Antonio. Si color verde no era de este mundo. Su grácil fragilidad y su belleza hizo que, inexplicablemente, jamás me llevase ninguna a casa para observarla dentro de un  tarro de cristal.

Me deslumbraban los martines. Una chispa celeste cruzando el río a ras de agua. Una vez encontré uno muerto en la arena de la orilla y pude ver de cerca su intenso azul metálico y su diseño de pescador perfecto.

Me intrigaban las truchas. Vivas eran unos animales astutos y hermosos, con una piel llena de colores distintos y una fuerza en sus músculos que me parecía imposible que saliera de un cuerpo tan frágil. Sin embargo muertas lo perdían todo, sólo eran pescado reseco, flácido y opaco.

Me dejaba perplejo ese instinto que me llevaba en verano a acechar a los conejos al amanecer, con una vieja monotiro del nueve, a la sombra de una higuera. Luego encendía la chimenea de la casa del guarda y asaba los gazapos pinchados en un palo, aromatizados tan solo con romero y con sal.

Entonces, cuando las luciérnagas, las ranitas de San Antón, los martines, las cestas de peces y los gazapos asados para desayunar, yo me vestía con unos vaqueros gastados, una camiseta vieja, un sombrero de paja medio roto, unas zapatillas de lona. Si iba al río llevaba una larga caña de bambú cortada y secada a conciencia por mi abuelo Fernando. Si madrugaba para acechar a los conejos mi herramienta era una escopetilla de cartuchos diminutos que entonces me parecía la mejor arma del mundo. Consideraba de lo más natural que en las ilustraciones del libro de Mark Twain, tanto Tom como Huckleberry se vistieran así, como yo en el verano, Y que su ocio fuera ese, el de pasar todo el día en el monte y en el río.

Hoy me resulta extraño pensar que hace muchos años estuve viviendo en un libro de Mark Twain y entonces que no existieran los ordenadores, ni Internet, ni los móviles. No he vuelto a ver luciérnagas, y hasta dicen que los insecticidas están acabando con las abejas. No he vuelvo a ver ranitas de San Antón, los mismos pesticidas o el cambio climático está afectando a su sensibilísima piel. Aún contemplo cruzar, de cuando en cuando, la chispa azul del martín, no sé por cuanto tiempo. Al menos me queda la felicidad de ver salir a la trucha de mis dedos como una centella de colores y de seguir desayunando algunos días de verano un conejo asado ensartado en un palo en la chimenea de una casa vieja.  Hago caso al poeta: “defiendo mi ración de tiempo y paraíso”.



viernes, 30 de noviembre de 2018

SASHIMI CON RUTH

La biblioteca de Sociología y Ciencias Políticas de Madrid, cuando la facultad estaba junto al palacio de la Moncloa, era un refugio caliente y maravilloso durante el invierno, lleno de libros asombrosos que hablaban de todo y aspiraban a explicar el complicado mundo a un chico de pueblo como yo. Pero cuando llegaba la primavera, mucho mejor que las clases o aquel edificio lleno de escaleras asesinas era el erótico cesped de los alrededores donde discutíamos sobre lecturas, viajes, revoluciones por venir, o de como reventar el acto de Manuel Fraga en uno de los salones o de incomodar a Felipe Gonzalez en el palacio de al lado organizando una okupación de todo el edificio para el fin de semana. Aquel día había ido el despacho de uno de los profes que tenía en primero, un tipo con toda la pinta de genio loco que nos había obligado a leer un libro gordo infumable, una selección de lecturas de psicología social norteamericana. Le dije, con la arrogancia y desfachatez que da la más profunda de las ignoracias que todo aquello era un puto refrito conductista y una mierda. José Ramón no se inmutó, parpadeó varias veces tras las gafas, hizo una mueca que entonces no me pareció una sonrisa, se dio la vuelta y cogió de la estantería un libro casi al azar que no era siquiera de su asignatura. “Tenga Usted, hágame un análisis de este libro. De todas formas el examen será sobre esas putas lecturas refritas de mierda que ya ha leído y estudiado”. Así conocí a Ruth.

 Me gustaba su precisión poética y su libertad para deconstruir con palabras suaves ese castillo de tópicos en los que se sustentaban las culturas poderosas y las sociedades dominantes para explicar sus arbitrariedades, sus coartadas y sus chantajes. La tesis de Ruth Benedict  era que “cada cultura valora y privilegia ciertas conductas y tipos de personalidades y no otras en función de diversas razones bien definidas, y esas conductas son premiadas, delimitando así lo que está bien o mal”. Por lo tanto, según ella, uno no puede evaluar una cultura usando los estándares de otra. “La cultura de cada pueblo es única y sólo puede ser comprendida desde sus propios términos”. Su amante, amiga y alumna Margaret Mead ha sido en la historia de la antropología más “famosa” que ella pero su memoria y sus obras, aunque controvertidas,  se mantienen frescas y vivas. Nunca agradeceré lo bastante a José Ramón Torregrosa Peris su paciencia y aquel desafío, y luego otros muchos ante mis reiteradas negativas de estudiarme todos aquellos psicólogos sociales norteamericanos que escribían en una jerga incomprensibles definiendo unos conceptos estupefacientes y retorcidos para un alumno como yo, al que le importaba más pescar truchas, estar enamorado, guisar palomas torcaces y beber litronas en el césped con mi amiga Ana.

A Benedict le tocó vivir una epoca en la que el racismo, el nazismo y la violencia más feroz arropada por el derecho y la justicia de algunas naciones parecían ser los nuevos estándares de la civilización. Una época en la que ser mujer y ejercer la libertad en el sexo, los afectos y el pensamiento seguía siendo extraño para aquel “american way of life” de rebeldes sin causa y amas de casa rubias que luego sería una aspiración casi universal. Entonces la psicología social, la antropología y la sociología eran en EEUU ciencias tan prestigiosas como las matemáticas o las ingenierías porque a través de ellas se deseaba analizar, entender y explicar por qué había nacido aquel Golem llamado nazismo en uno de los países más modernos, educados y desarrollados del mundo. Durante la guerra Ruth trabajó para el Ejército de los Estados Unidos con el objetivo de  “que los hacedores de normas tomaran en cuenta diferentes hábitos y costumbres de otras partes del mundo”. Se centró en la cultura japonesa, el enemigo, los amarillos, un exótico imperio que había renacido de su atraso feudal para convertirse en un nuevo imperio feroz, invasor y sanguinario. El gobierno americano necesitaba entender a aquel raro enemigo. ¡Sin embargo Benedict jamás había pisado Japón!, así que leyó, estudió, analizó, comparó todas las publicaciones que en las bibliotecas hablaban de la cultura japonesa, entrevistó a americanos de origen japonés que el gobierno estadounidense había encerrado en campos de concentración por considerarlos enermigos emboscados y con todos los viajeros o comerciantes yankis que habían vivido en Japón. El fruto de todo ese trabajo enciclopédico era el libro que me había dado para leer Torregrosa esa mañana: “El crisantemo y la espada: patrones de la cultura japonesa” El más profundo estudio sobre la cultura japonesa que jamás se había hecho en EEUU hasta entonces. “Los japoneses son agresivos y no agresivos, tanto militaristas como estéticos, insolentes y educados, rígidos y adaptables, sumisos y resentidos de ser empujados, leales y traicioneros, valientes y tímidos, conservadores y hospitalarios con las nuevas formas(…)” Dicen que ese libro fue la razón por la que el General MacArthur, al acabar la guerra, no mando fusilar al cabrón del Emperador Hirohito. Pero esa es otra historia.
Torregrosa me suspendió el examen y me puso un sobresaliente en el trabajo que le hice sobre el libro. Luego me quiso fichar para la psicología social pero fue c´ee cxamen y  suspendióo me quuitrabajo que le hice sobre el libro de Rut. Luego me quuso fichar para la psicologaba maquel edifulpa suya que la antropología me gustase mucho más desde entonces. En 1946 Ruth Benedict fue elegida la primera mujer presidente de la Asociación Antropológica Americana. No sé por qué hoy me he acordado de ella, de su belleza digna en las fotografías y de aquel libro que me descubrió tantas cosas, del gran José Ramón Torregrosa y de aquel cesped de la facultad en el que los besos sabían siempre tan bien. Pero no se queden ahí, pasen y lean “El crisantemo y la espada” ahí están el manga y el sashimi, el gusto por las katanas y las geishas  la Bola del Dragón y el coleccionismo de braguitas usadas, aunque Benedict no los nombre.

Gracias José Ramón, Gracias Ruth.


jueves, 29 de noviembre de 2018

LATAS DE SARDINAS


El escarabajo camina muy despacio. Duda. El sol comienza a calentar fuerte. Tengo mi cara sobre el suelo, siento su calor, la vibración constante, como si la tierra fuera una enorme piel flexible que alguien golpea sin ritmo. A veces cierro los ojos. Me imagino nadando en una poza fría. Camposines está cerca. Hemos dejado las mochilas con la dinamita en una tejonera. El escarabajo se ha quedado quieto tras una piedra pequeña. Yo también. Esperamos a que vuelva Conejo de su rastreo. Elmer Conejo Ramírez, escribo el nombre completo para que quien lea todo esto no piense que Conejo es un mote. Una granada de mortero cae muy cerca. Algo me da en la pierna. Huele muy bien a romero. Descubro una mata seca y llena de polvo a un metro de me cabeza. Muevo muy despacio el brazo para intentar arrancar un puñado de flores. Las desgrano con los dedos delante de mi nariz y respiro. Escucho las voces de los otros. Pueden ser tres o cien. Carlos, Negro, Liberto, Jaime, Lolo saben que no podemos quedarnos aquí a que el sol nos achicharre. El resto de hombres tal vez piensa que no es mal lugar esta hondonada llena de aulagas amarillas protegida por los tres peñascos. Yo sólo distingo tres voces. Puede que los otros noventa y siete estén callados. Hago el gesto. Carlos se escurre bajo el borde de una lengua de tierra seca que alguna vez fue una linde de un campo de trigo. En cuanto escuchamos la primera ráfaga nos levantamos todos y echamos a correr rectos hasta el paredón de piedra. Veinte metros. Evito pisar el escarabajo.  Son quince hombres. No disparan bien. Desde tan cerca, con el Mauser, hay que ser muy templado. Doy por encima del ojo al primer tirador. Se me encasquilla el arma. Saco la otra. Las ráfagas de Liberto barren a mi derecha. Carlos le ha metido el puñal a un capital en el hueco de la clavícula y ahí sigue hurgando hasta que se desploma. Cuatro chavales de mi partida se retuercen y gritan detrás. Conejo sabe de eso y va a atenderlos. Los tiros de barriga son los peores. Dolorosos. Mando a uno que no conozco a por los enfermeros que están como a un kilómetro de la posición. Corre como una liebre entre los matojos hasta en una granada de mortero le cae casi encima. Dos de los heridos tardarán muchas horas en callarse. Los otros dos los hemos vendado y pueden moverse. Durante tres horas la batalla parece que se aleja. En este puesto de vanguardia hay agua y vino. Latas de sardinas. Frutas escarchadas, una bonita cesta de tomates maduros. Hay que esperar hasta que se haga de noche para largarse. Comer si ganas. Tiempo para escribir aquí. Tenían una ametralladora nueva, alemana, desmontada, la estaban limpiando. Suerte. Carlos no quiere lavarse las manos llenas de sangre negra. Utiliza la tierra seca. No podemos desperdiciar el agua. Cierro los ojos durante un rato. Al abrirlos veo un escarabajo como el de antes intentando trepar con torpeza por el terraplén. Pero de pronto abre los élitros y sale volando con un zumbido de bala. Echo de menos unas alas de escarabajo. Al volver hemos pasado por la zona donde estalló la granada de mortero. Todos temíamos pisar los pedazos del mensajero.
*

He sentido como entraba y como salía. El pinchazo, el escozor al salir de la carne, la sangre caliente escurriendo sin parar camisa abajo. Él no ha sentido nada. Una y otra vez Liberto me explica lo estúpido de apuntar a la cabeza. Lo fácil que es fallar un blanco tan pequeño. Saña. Sádico. Sucio. Me describe, no insulta. Se nota que aprovechó bien las tardes en el liceo de su padre leyendo enciclopedias y artículos de Anselmo Lorenzo en viejos periódicos. La pistola americana pesa mucho más pero nunca se encasquilla. Entramos por el corral. El pueblo parecía desierto. Hay un limonero viejo lleno de grandes limones maduros. Nos imagino sentados bajo su sombra, con las camisas blancas, impolutas, abiertas, bebiendo limonada con buenos mendrugos de hielo en los vasos. Domingo por la tarde. Desocupados. Risas. En otro tiempo. Dos hombres armados de guardia con los ojos entrecerrados. La ráfaga de Liberto les toca de lleno a la altura del pecho. Era una casona grande. Parecía casi abandonada. Difícil. Puede haber cincuenta bien armados. Ellos tiran granadas. Arrasan las ramas del limonero. Sacan dos ametralladoras de las rejillas de una carbonera. Suerte que se les acaban los peines a la vez. Tengo tres o cuatro segundos. Cuento en voz alta. Entran conmigo Jaime, Lolo, Elmer. Huele a polvo húmedo, aceite de camión, sudor, cordita. Los gritos se oyen siempre aunque estés sordo por las explosiones y los tiros. Los nuestros. Los de ellos. Apunto a los ojos porque es instintivo buscar un punto, el cuerpo sólo es un bulto. Sé que fallo más si apunto al cuerpo. En cambio en la cara se derrumban. Un tiro en el pecho hace luego una buena fotografía de vencido. Un impacto en la cara es siempre muy feo. Muchos soldados de reemplazo vomitan al ver esos agujeros. Tanto destrozo. No convenzo a Liberto con mis teorías. No puedo decirle que esta vez fallé y por eso el hombre pudo disparar su Mauser. Pero él también falló por apuntar a bulto y sólo me atravesó la carne del hombro por encima del hueso. Se me cae la pistola como si ese brazo fuera el de una marioneta. Me queda la Browning de la izquierda. Soy zurdo. Sigo escalera arriba disparando a las miradas. Uno asoma el cañón y dispara a menos de tres metros de mi cara. Me llegan pedazos hirvientes de pólvora que se me clavan en el cuello, pero no la bala. Me duele más la quemadura que la herida. Grito. El hombre se asombra de haber fallado. No le sale acerrojar. Le entra el tiro por encima de la frente. Hay muchos en un salón parapetados tras librerías derrumbadas y una enorme mesa de despacho de madera maciza. Liberto les mete tres cartuchos de dinamita con mecha corta. Se derrumba todo. El tabique que nos separa de ellos también ha reventado. El techo, la pared maestra que daba al huerto del limonero. Muchos cuerpos rotos. Ráfagas del naranjero de Elmer que no escucho. Sólo veo el rojo de la bocacha. Todos sordos durante una semana. Casa por casa matando. Así ha sido esa batalla. Conejo me cura la quemadura les cuello con pomada amarilla. Luego, por la tarde, Rojo habla y habla mirando el mapa. Tiene que gritar. Se están reagrupando en el pueblo más grande. Debemos ir esa misma noche. Le escucho muy lejos. Leo los labios. Llevo un limón en la chaqueta. Le corto con la navaja y me meto una rodaja en la boca. Escuecen los labios secos. Siento la hinchazón del hombro, como de corcho, el latido constante del dolor.

*

Quedan varias horas. La cama esta fresca. Las sábanas limpias. Los chicos están en las otras habitaciones. Hay uno que ronca fuerte. Se escuchan a lo lejos las explosiones, el zumbido de los aviones muy altos. La alcoba tiene una pequeña estantería. Libros antiguos bien encuadernados. Me recuerda la habitación de Asja. Si me concentro casi recuerdo el olor de sus axilas. Ella me aficionó a escribir un diario. Ella y Gracián. No soporto la comodidad. No quiero engañarme. La habitación tiene también un pequeño escritorio modernista desde el que escribo ahora. Un gran espejo roto. Un balcón grande que da a un huerto abandonado.  Desmonto la Browning. La Astra me la limpia Elmer. Cojo un libro al azar. Los hermanos Karamázov. Vuelvo a pensar en Gracián Jaraíz. Ni siquiera le abro. Temo leer. Volver a cuando podía leer horas y horas en la penumbra de las tardes de verano. Abro un cajón del escritorio. Está lleno de plumas. Me llevo tres que escriben y un pequeño tintero de viaje aún lleno de tinta. Relleno los cargadores de la pistola y los del naranjero. Vuelvo a la cama. Me vence el dolor del hombro.
Volvemos luego al cuartel de Rojo. Repite el plan, la necesidad. Explica sobre un plano por dónde es mejor entrar y salir. Están todos los hombres, también los nuevos. Hay luna y haremos mucha sombra. Negro y Liberto dudan. Rojo vuelve a explicar. Quiere convencer. Nunca se cansa. Jaime vuelve a dormirse mientras están liados sobre el mapa. Han traído dos cajas de las nuevas granadas. Cada cual llena bien su bolsa de bandolera. A Asla no le gustaba Dostoyevski. A Gracián sí. Elmer me da la pistola Astra limpia y bien engrasada. Debemos caminar cinco kilómetros. El santo y seña es “cotidiano” pero a los últimos soldados no les ha llegado ni el orden de batalla de mañana, ni la seña. No tendrán ni diecisiete años. Grita Lolo: quien coño os va a dar por culo a estas horas. Luego se queda unos minutos y les explica. Tantas veces hemos abierto fuego ante la duda.
Negro y Liberto van delate. Nosotros esperamos. Avanzan cien metros y si no hay bulla hacemos igual nosotros. Aunque es noche cerrada aún canta una chicharra de forma rabiosa sobre el crí de los grillos. Debían de estar poco despiertos tras el jaleo del los días anteriores. Hemos entrado a ciegas, en diagonal, cada uno en su área para no matarnos entre nosotros como otras veces. Me quedaba al final sólo una granada y un cargador de la Astra. El último hombre que maté tiró el fusil y pudo sacar la bayoneta. No vemos nada. Es mucho más fuerte que yo y aunque le tengo agarradas las muñecas mueve los brazos a su antojo. hundo la cara en su cuello, abro mucho la boca y logro morder su nuez de adán. Está dura, cruje, luego siento la sangre caliente que entra también por mi nariz y casi me ahoga. Afloja las manos y suelta la bayoneta para intentar agarrar mi cabeza.
Lolo y Conejo están muy mal heridos. De los veinte nuevos han muerto trece. Nos largamos de allí espantados, como si hubiéramos cometido un crimen, sin decir ni una palabra. Casi al amanecer viene Rojo a vernos a la casa. Jaime no se despierta, sigue roncando. Nos felicita. Pregunta cuantos. Revisa conmigo la documentación. Comenta el fracaso del grupo que organizó Tagüeña. Sólo han vuelto tres. No se me va el sabor a sangre de la garganta.

*

Hace muchos millones de años todo este campo eran lagunas de agua dulce. Mi amigo Ángel me contaba a veces que en parajes parecidos de  la Sierra del Montsec, en Lérida, y en la Serranía de Cuenca aparecieron las primeras plantas con flores. Hace calor. Los aviones no paran de tirar bombas. Angiospermas. Recuerdo la palabra. Las flores eran pequeñas, feas, diminutas pero con esas primeras plantas el mundo comenzó a llenarse de color. Montsechia vidalii. Debajo de mi debe de haber fósiles de esa primera flor. Cretácico. Ángel era bueno contando cualquier cosa. Ponía mucha emoción. Se quedó en Berlin. Botánica. No sé nada de él desde hace seis años. ¿Seguirá vivo? La flor de Ángel vivía por aquí hace ciento treinta millones de años. Rojo ha venido hace un rato. Quiere que entremos río abajo y subamos por un arroyo seco y luego por una quebrada muy estrecha. Le digo que en el mapa esa grieta es invisible. Me enseña entonces una foto aérea. Parece que sí existe. Después hay un pelado y tras el pelado una loma pequeña. Tras la loma un montón de artillería. Negro y Liberto achinan los ojos para mirar la foto, dudan. Ahora descansamos. Nos han traído un pequeño saco de papel de estraza con bocadillos y vino. El pan esta muy crujiente y el vino casi fresco. Jaime y Lolo no paran de comer. Nos guardamos dos bocadillos de queso envueltos en ese papel en la bolsa de las granadas. Llenamos de vino las cantimploras hasta que se vacían las botellas. No hay luna. Echamos las linternas. Me sigue doliendo el hombro y a veces sangra. ¿Para quién escribes? Ya no me lo preguntan. Pasear con Asja por Berlin. Nos presentó Ángel. Reviso de nuevo las armas. A Ángel le habrán matado como a Gracián en Madrid. Siempre tan optimista. Por si no vuelvo de la excursión pienso que debo acabar este diario con una palabra bonita. Escribo: Montsechia.

Ya de vuelta. Amanece. No tengo sueño. Tampoco mis hombres. Están masticando los bocadillos que nos guardamos. El pan está gomoso, reseco, el vino caliente pero entra bien. Nadie muerto. Todos heridos. Avanzamos como gusanos por el puto arroyo lleno de espinos. La quebrada también estaba llena de abrojos secos así que gateamos por el borde, muy expuestos. Cagándonos en dios. No se veía nada. Calculé con la imaginación cuanto quedaba para la posición. No se oía nada. Nos quedamos allí como tres horas, inmóviles, en silencio, metidos todos en un agujero del suelo que hacía una roca, sacándonos los pinchos de las manos con los dientes. Entonces se levantó brisa y nos llegaron algunas voces. Seguimos a rastras guiándonos por esas palabras irreconocibles que a veces nos traía el viento hasta que vi a un centinela encender un cigarrillo. Aunque tapaba el mechero con la mano fue suficiente para orientarme. Rodeamos la pequeña loma en dos grupos. Muchos hombres, seis piezas de artillería, cuatro o cinco mulas que utilizarán para traer munición. Todo eso lo veo gracias a una pequeña hoguera que han hecho algo alejada de la posición. Huele muy bien a chorizo asado. Lanzamos primero las granadas y en cuanto estallan entramos desde los dos lados de la loma disparando las ametralladoras a oscuras porque el polvo y el humo de las explosiones tapaba el poco resplandor de la hoguera. Gritos de nos rendimos. Gritos de los heridos. Relinchos de las mulas agonizantes. Negro y Liberto los agrupan. Recogen a sus heridos. Les gritamos para que se vayan. La noche está como boca de lobo. Cuando ya están lejos alguien grita: rojos hijos de puta. Amontonamos los fusiles con la culatas en la hoguera. Inutilizamos los cañones con granadas y salimos corriendo hacia nuestras líneas. Nadie ha querido rematar los animales. No llevamos ni cinco minutos corriendo cuando escuchamos el tacataca de unas ametralladoras, a lo mejor están disparando a sus propios soldados sin saberlo. Luego los silbidos de los obuses arrasando su antigua posición. Los soldados eran muy jóvenes, más que nosotros. Las mulas bonitas, limpias, bien arregladas. Lolo se queja mientras no deja de masticar su bocadillo. Duelen los pinchos en los brazos. Lolo ha robado al enemigo una caja de latas de sardinas y una ristra de chorizos.
*

Artillería y bombardeos de la aviación durante todo el día. Paran sólo un rato a eso de las dos. Hora de comer. Nuestro grupo descansa hasta la próxima ocurrencia de Rojo. Estamos en un pequeña cueva desde la que se ve el Ebro. A Lolo se le ocurre hacer una pequeña hoguera y asar unos chorizos. En cinco minutos tenemos más de cincuenta hombres a la espera de su ración de embutido asado. Tenemos suerte de que las latas de sardinas no se huelen a distancia. Luego me dice Lolo que ha dado a cada uno una lata. Es que todos se parecen a mi hermano pequeño. Tu no tienes hermanos, cabrón. Le replica Liberto. Por eso. Responde. De uno de los muertos de ayer cogí un libro: “el anarquismo expuesto por Kropotkin” de un tal Edmundo González-Blanco. Un enemigo leyendo cosas de Kropotkin. Si no escuchase las explosiones. Si no viera a mis compañeros armados hasta los dientes aquí amodorrados pensaría que estoy de excursión veraniega. Dicen que los combates son duros en Gandesa y Rojo no da abasto. No tiene ahora tiempo de pensar una nueva picadura de mosquito de nuestro grupo en el culo de Franco. Además hace mucho calor. Al atardecer algunos hombres han bajado hasta el río para bañarse a pesar de los aviones. Es una caminata de casi una hora. Les doy permiso. Les escribo el papel por si acaso. Lolo ha guardado una lata para cada uno de nosotros. Es hora de cenar. Bocadillo de sardinas en aceite. Un lujo. Vigilancia, fortificación y resistencia. Lanzo la lata vacía bien lejos. Dentro de muchos años tal vez la encuentre un arqueólogo y escriba sobre la hipótesis de que la base de la alimentación de los soldados en esta batalla eran las conservas de sardina. Sonrío. He manchado el diario con una gota de aceite. Al intentar limpiarla con la manga se ha extendido más por el papel. Los enemigos dejaron muchos heridos en el campo. Sólo se fueron con los que podían moverse por si mismos. Me gustaría haber bajado al río a darme un baño pero estoy demasiado cansado. Necesito dormir. Mañana es seis de agosto de 1938 y cumplo años.