viernes, 23 de marzo de 2018

AÑO 6234 BOCADILLO DE PIEL DE AROT


(Dedicado a Ray Badbury)

La oferta es sencilla: dosis de batido con sabores o puré directo a la válvula estomacal. Pero esa no fue la razón de esta revuelta. Sólo los románticos seguimos comiendo bichos y plantas. Hoy por fin he conseguido una buena entraña de Arot. Las recetas de los primeros pobladores de Ulisia alaban el estofado de sus gruesas y jugosas pezuñas o el guisado en salsa de semillas de Umm de su tierno cuello de carne azulada y grasa, pero son preparaciones demasiado primitivas. No hay nada como esa segunda piel del Arot bien embadurnada de aceite de Elinea y acompañada de frutos de ceniza, enrollada y asada despacio, durante cinco horas, en una cocina solar de las antiguas.
Hace muchos años el Arot era una especie salvaje muy apreciada por los primeros colonos de Ulisia. En la etapa larvaria excavaba profundas madrigueras de más de cien metros de profundidad y nunca salía a la superficie. Los exploradores atrapaban las enormes larvas de carne lechosa y gusto a Lecot, ese pescado seco que abunda tanto en el mar de Mur. Cuando eran adultos olvidaban su vida subterránea y vivían entre los extraños helechos boscosos del sur alimentándose de los bulbosos Nurenkos. Hace más de 500 años que se crían en enormes granjas y se alimentan de unas pasta clonada de Nurenkos. Ya no quedan salvajes. Pero la gente desprecia esa segunda piel que es tierna y con vetas rojas y azuladas. Prefieren los enormes muslos traseros que trituran para hacer esas bolitas de carne picada que la gente suele comer entre horas con helado de fresiorías. Consideran esa segunda piel una carne extraña, apreciada hace muchos siglos pero no ahora que la alimentación es un hobby y que por fin nutrición y gusto se han disociado totalmente.

En la antigüedad los humanos dedicaban tiempo a elaborar las sustancias nutritivas que les mantenían vivos. Durante muchos años esta actividad estuvo prohibida por motivos sanitarios en casi todas las colonias, en otras se olvidó porque se consideraba una pérdida de tiempo o una forma absurda de entretenimiento ritual. Pero yo debo ser un antiguo. Me gusta leer despacio en una hoja de libroplástico en lugar de implantarme las historias con el conector. Me gusta caminar lejos, armar esta vieja cocina solar que era de mi  abuela y asar despacio una piel enrollada de Arot marinada en aceite de Elinea y acompañarlo con estas frutillas ácidas que hace muchos siglos se utilizaban para hacer extraños fármacos hoy olvidados. Corto luego el Arot en finas lonchas. Coloco encima pedazos de fruta de ceniza y encierro esta golosina entre dos pedazos vaporosos de pan de trigo marciano. Salen entonces por el horizonte las tres pequeñas lunas y me pongo a pensar donde estarás. También te gustaba leer libros al modo antiguo y saborear un bocadillo de estos mientras amanecía. Tu me descubriste ese vino de uva extraño y granate que dicen que ya bebían los nuestros hace miles de años en la primera tierra para embriagarse y celebrar la vida. Me contaste que el vino más antiguo era de la cosecha de 5400 a. C. pero solo quedaba ya un residuo reseco y rojizo en la vasija cuando lo descubrieron. También recuerdo que me recitaste de memoria unas palabras de un tal Omar Kayan: ”Todos los reinos de la tierra por un vaso de vino! / ¡Toda la ciencia de los hombres por la suave fragancia del mosto fermentado! / ¡Todas las canciones de amor por el grato murmullo del vino que llena nuestras copas!”. Hoy has salido en la noticias. Eres una de ellos. Te buscan. Las revueltas se han extendido a otros planetas por fin. Parece que caminemos hoy por las ruinas del futuro. Pisamos cristales y despojos, dolor y trampas que rompieron con sus dientes todo lo poco que alguna vez fue nuestro. Ahora, además, vamos descubriendo la carroña que alimentaba a todos estos miserables y sobre todo el constante mantra de mentiras con el que se han ocultado durante siglos.  Todos sabemos ya la verdad, quienes son los que mandan y ordenan, los que compran y envilecen el mundo, el tuyo y los otros. Así que hablar aquí, en esta videocarta de lo que comemos y amamos puede parecer un adorno superfluo en estos tiempos o también una forma de lucha, de resistencia, de orgullo, también de fraternidad. En estos días inciertos hablamos, decimos, gritamos, salimos a las calles sin otro abrigo que la palabra, la risa y el hambre ¿recordáis?, parecemos terráqueos antiguos.

Enciendo la cocina solar, frío unos tubérculos de Incas que callan mi hambre y encienden mi sonrisa. Esta noche saldremos a la calle como otras tantas veces hace siglos, a la calle de verdad, dejando los cuerpos virtuales. Nada nos vence aunque pasaron siglos de luchas perdidas y bellísimas ciudades reventadas, derrotas de nieve y de desierto. No porque fuimos muchos, miles, millones, no por que nuestros pasos eran rugido de inmensa minoría, sino porque la razón nunca es monstruo y vivir es nombrar aquello que casi siempre nos condenó a la hoguera, los destierros lejanos, la ruina y el silencio: fraternidad en igualdad, con libertad, comida, cobijo, sueños. Lo imposible desde siempre, cuando llenábamos Tierra. Nada más.

No sé porqué creo que vas a venir a pesar de que todo está vigilado y te persiguen. Te dejo un plato de Incas, un bocadillo de piel de Arot y una copa de vino por si te presentas. Siento que nos da igual caminar hoy por las ruinas del futuro. La mayoría hace siglos que aceptó las dosis de batido con sabores o ese puré directo a la válvula estomacal. La mayoría dejó de leer hojas de libroplástico.   La mayoría olvidó cocinar, ya no se ven cocinas solares ni el los museos inversivos. Te voy a sorprender porque yo también me aprendí unos versos del tal Omar en los que sé que están los códigos secretos de esta revuelta: “Puesto que ignoras lo que te reserva el mañana, / procura ser feliz  hoy. / Coge un ánfora de vino, / siéntate a la luz de la luna y bebe, / mientras te dices que quizás mañana te busque, en vano, /el astro de la noche.”



jueves, 22 de marzo de 2018

COMIENDO HUESOS

Foto: complicidadgastronomica.es
Tan simple como un hueso asado. Tan primitivo. Tan fácil. Uno no aspira a la grandilocuencia de la felicidad y sus retóricas. Para eso ya están los adictos al triunfo, los yonkis del éxito, las escuelas de negocios, los cantamañanas de los panfletos de autoayuda y las brujas o adivinas del canal teletienda. Uno no aspira a la felicidad pero si a tocar, de cuando en cuando a la alegría. Y comer tuétano asado.
La felicidad es como un dios exigente y tiránico, requiere nuestra credulidad, sus supersticiones y sus parroquias, en cambio la alegría no exige óbolos, ni cielos, ni reverencias. La alegría es barata, asequible, cercana, colega, muy real y leal. A ella le vale cualquier cosa para manifestarse. No exige ni cinco estrellas, ni aplausos de multitudes, ni eróticas del poder, ni visas metalizadas. Sólo el tú a tú, la intención, la intimidad, las ganas.
Y hoy la alegría es un hueso grande y pelado sin nada por fuera, con todo por dentro. La crisis ha arrasado de este país la felicidad. Sólo beben de ese licor preciado los pudientes, los pijos, los gánster (pero como la han tenido siempre no saben a qué sabe, ni lo que de verdad vale, sólo atisban su precio…) La crisis ha aniquilado en miles de hogares la felicidad pero aún no la ocasional alegría.

Mejor asar el hueso en fuego de brasas, neardenthal, cromañón, bushcraft, con un poco de tomillo y de sal sin refinar por encima. Porque la alegría, las alegrías, pequeñas, cotidianas, de hueso sin carne, no nos las quita ni dios, ni los mercados, ni este gobierno en desfunción que ha ido arrasando todo... y sigue.

jueves, 15 de marzo de 2018

AMASAR


(Fotografía de Lina Scheynius)
Analizaba los datos de un estudio sobre el concepto de afinidad social inventado por el sociólogo Vela-McConnell. No se trataba de una nueva interpretación del concepto de semejanza, compatibilidad, similaridad o parecido. Se buscaba entonces el origen de la atracción, el enamoramiento o la intima complicidad, entre dos o más personas, en diversos factores hormonales, culturales, de la infancia, de la experiencia, la clase social, la educación sentimental… incluso factores míticos o místicos o imbéciles como la arcaica idea de la media naranja u otras patochadas de consumo mediático.

La "afinidad" permitía, facilitaba, fomentaba, que, incluso, dos personas muy distintas se amasen. La afinidad era un entramado ideológico, experiencial, emocional e intuitivo que abarcaba los invisibles caminos por los que de pronto se sentían dos personas o tres o mil transitar juntos, cada cual a su paso, cada cual hacia su propio destino o sueño, pero juntos, unidos por extraños lazos de lealtad, complicidad y simpatía. La afinidad era una trama sutil, pero muy fuerte, más fuerte que cualquier coincidencia política, vital, opinática, cultural, generacional o genética.

La afinidad no obligaba a fidelidades integrales ni a compatibilidades psicologistas. Podías estar en desacuerdo en casi todo con un afín o podías ser afín incluso con una persona de otra época porque se trataba, como explicaban los sociólogos más clásicos, de un “parentesco de espíritu”. Sin que este concepto rancio explicase gran cosa, a él, materialista puro, le parecía, sin embargo,  muy bello.

Hacía unos años él, como regalo, le había llevado un viejo horno de pan abandonado en la casona en ruinas de sus bisabuelos más de cien años. Era una soberbia pieza de terracota gruesa y muy pesada, de forma semiesférica, que medía más de metro y medio de diámetro. Ella le preparó una buena base de piedras de granito y argamasa en una esquina resguardada del jardín, no muy lejos de un gran arbusto de laurel y mandó hacer y ajustar la puerta de hierro que faltaba en el horno.

Durante todos estos años ella había viajado lejos y cerca persiguiendo los misterios de la fabricación del pan, de encender el fuego, elegir la leña, buscar las harinas, preparar las masas, desentrañar los secretos de las fermentaciones y los misterios de amasar con la fuerza de las manos una bola pastosa que se convertía luego en algo muy distinto: pan sabroso, ligero, crujiente, rico.

Había un momento en que él tenía que dejar de hacer cualquier cosa que estuviera haciendo para contemplar una de las fases del trabajo de ella como panadera. Era para él algo adictivo, hipnótico, tal vez profundamente erótico, quizá infantil, no quería decir mágico. Este momento era el de los largos minutos en los que amasaba. Veía sus manos en un instante suaves, en otro segundo violentas, en otro fuertes, en otro momento delicadas y cuando por fin boleaba la masa o luego, cuando la estiraba para hacer ese pan largo que tanto le gustaba, entendía a la perfección lo que significaba eso de ser afines. No me mires así -decía ella- que entonces me distraes. Pero ella nunca se distraía. Nada tenía para él más belleza que sus dedos largos amasando el pan. Ningún paisaje, ni obra de arte, nada que hubiera contemplado tiempo atrás en su vida entera.

Escribía sobre la afinidad mientras ella hoy estaba lejos. Habían pasado muchos años y de vez en cuando él convocaba al agua y a la harina, la levadura y la sal. Le gustaba mucho hacer el amasado francés, golpear y airear, bolear, dejar reposar, estirar luego las pequeñas baguettes que dejaba dormir entre los rizos de una gruesa tela de lino. Le gustaba mucho limpiar, llenar y encender el horno, poner a punto el fuego, retirar a los lados las brasas, meter el pan y vigilar el punto de cocción... El tiempo que tarda en encenderse y calentarse el horno es el tiempo que tarda la masa en fermentar...

Luego, horas mas tarde, mientras leía lo que antes había escrito y el viento revocaba en el horno abierto los últimos aromas del pan recién hecho, mientras rompía con una mano la primera baguette y saboreaba su corteza despacio, sin distraer el paladar con el queso y el vino que también tenía preparado, comprendió el íntimo misterio de las afinidades, una mezcla de agua, fuego y tiempo, harina de memoria, levadura amorosa y la sal de la vida. Luego cerró los ojos para recordar sus manos amasando.
Foto de Katie Lee en el cañón de Glen




domingo, 11 de marzo de 2018

CHUPE

Fue en otro tiempo, ahora dudo si en otro mundo, cuando aún había lugares solitarios en la costa y todavía era posible vivir junto al mar sin levantar sospechas y sin que nadie ocupase el horizonte por muchas horas, a veces días. Con marea alta habíamos logrado pescar un buen pinto. Con marea baja te entretuviste atrapando casi un kilo de camarones, pero no recuerdo como llegaron a nuestras manos los dos cocos o el resto de ingredientes a ese pequeño puerto abandonado de la playa de Cabanas. Tras sofreír el pimiento verde y la cebolla en juliana fina añado una cucharada rasa de pimentón dulce, medio kilo de tomate triturado y dos dientes de ajo machacados con aji panca y sal. Luego el caldo, hirviendo y bien colado, de cocer las espinas y despojos del pinto y todos los caparazones y cabezas de los camaroncillos, el cuarto de litro de leche de coco, la carne limpia, cortada en dados del pescado, los camarones y un puñado al gusto de cilantro fresco bien picado. Apenas tres minutos de hervor y ya está listo. Chupe de camarones.
Te digo ahora, mientras se acaba el guiso, que "tu y yo sabemos que la piel de la tierra es azul como el lomo centelleante de las sardinas. La piel de la tierra es dorada como el pan que saboreo con los ojos cerrados. La piel de la tierra es verde como un simple ensalada de berros. La piel de la tierra es roja como un tomate maduro, un lomo de atún, la carne cruda de buey o una centolla cocida. La piel de la tierra es el mar, el desierto, la estepa, los bosques y selvas, también los seres que la habitan. Nosotros, que nos alimentamos de la piel de la tierra y a esa piel herimos llenando de cicatrices el paisaje". Pero hoy para mi la piel de la tierra es tu piel. En ella acaricio el mar, el bosque, la pulpa de la vida, el zumo reconfortante de tu cuerpo tras comer y beber un chupe de camarones como entonces, un lugar en el que aún no estabas o tal vez sí. En el presente de hoy está reunido todo, aquellos días remotos de Palestina, Kosovo, Guatemala, Venezuela, Filipinas o Cabanas. También el porvenir incierto (nunca hay otro) y el ahora, este sabor a piel y chupe, a marzo con sol y bosques a punto de despertar.

Foto de Lina Scheynius

jueves, 8 de marzo de 2018

HUEVO A LA DIÓGENES


(ilustración de Tjalf Sparnaay)

“Busco a un hombre” decía el sabio Diógenes de Sínope con una lámpara encendida, de día, en medio de la ciudad Atenas. 
A uno, sin ser un sabio, casi le apetece decir lo mismo “busco a un hombre que sepa freír bien un huevo” y salir como Diógenes, con una sartén en la mano o algo así. Es muy difícil encontrarlo. Yo llevo ya un cuarto de siglo buscando y nada, me saben hacer una tortilla deconstruída,  un poché al aroma de aceite falso de trufas y hasta una tortilla con patatas fritas de bolsa, pero en cuanto me dicen que me van a hacer "eso", esa ¿tortilla?, salgo corriendo espantado buscando, no ya a “un hombre”, sino a un policía y a un juez para que les metan en la cárcel, a ser posible, con cadena perpetua y grilletes, por atentar contra mi paladar.

¿Y porqué no enseñan en las escuelas, en los institutos, a los chicos a freír un huevo y otras mínimas sabidurías de supervivencia hogareña y cultura general?. Pero claro, a los ministros no se les ocurre, prefieren que se siga enseñando superstición, religión, ufología o como se llame ahora esa cosa del dios monoteísta, cantar a las banderas, saberse las andanzas resumidas de Fernando VII o la lista de los poetas del 27.

Pero la educación en España les importa a los gobiernos un webo (sin freír), ¡manda webos! decía el otro cocinillas, ahora embajador. Eso, mucho mandar pero poco freír, de eso no entienden. Uno, en las oposiciones a ministro, sería lo primero que preguntaría:¿sabe Usted freír bien un huevo?... ¿no?, pues ¡a freír espárragos!, ¿si? ¡Pues ministro de educación! Y la nación, ale, a progresar, desarrollarse, conquistar los mercados y todo eso.

Se dice que Diógenes murió de un cólico, por haberse comido un pulpo vivo (no es broma) y uno piensa, tan sabio, tan admirado por Alejandro Magno, ¿y no sabía que está mejor el pulpo “a Feira”?, ¡ten sabios para esto!, todos se caen del pedestal por el mismo sitio. Mejor no invitéis al ministro nuestro a comer pulpo, por si hace lo mismo, pensando que así es el sashimi, la innovación y la cocina moderna, le da una diarrea miserere, dimite y nos ponen a otro peor.

Voto por “cocina y ciudadanía”,  como asignatura obligatoria, y que sea dura, de hacer integrales para deducir la transmitancia térmica entre el aceite de freír y el huevo, por ejemplo.

Tjalf y sus webos


lunes, 5 de marzo de 2018

JUDIONES MARISCADOS



Los judiones mariscados son un plato rotundo y extremista, sólo apto para viejos amantes a los que no les importa conocer las sucias rendiciones, las humillaciones sin cuento, las torpes derrotas que nos pesan tanto en la mochila de vivir. Es un guiso potente y nutricio, de digestión lenta y sabores espesos sólo adecuado para antiguos amantes a los que les da igual descubrir las feas cicatrices, las adiposidades no disimuladas, las arrugas y canas que ahora alejan los cuerpos de cualquier disfraz de juventud.

Tal vez porque el fresco amor que brillaba en las playas de los veinte, aquel que susurraba palabras dulces abrigado en la noche y en esa desnudez tan absoluta se agrió un día con reproches y cambios hasta convertirse en algo peor que nada. Más sin rencor ni añoranza, el paladar del deseo y la curiosidad del nómada recuperó otros sabores y nueva suerte en ese filo de abismo, precipicio a dos pasos, grieta de cárcava que es sentir que no hay otro presente que el de hoy, al filo de los cincuenta, ni hay más amor que el hambriento, ni más prueba de complicidad que compartir judiones y cama, pringue y siesta, libros admirables y caricias sin gota de penumbra.

Hecho el sofrito de ajo, cebollas tiernas y un poco de pimiento verde añado los dados de tomate, las gambas peladas y el aji amarillo. Antes, tras su noche a remojo, cocí los judiones junto a una cabeza de ajo entera, dos hojas de laurel, puerro y apio y el caldillo de los caparazones de esos "insectos" de mar llamados gambas. Entonces, escurridos del guiso, añado al rico sofrito estas judias y tapo para seguir guisando a fuego lento las legumbres y que el portento del suntuoso sofrito penetre en sus cotiledones. En el último minuto de fuego sumo al plato la cola en crudo y en pequeños trozos de un bogavante y una picada de almendras y avellanas tambien crudas, pan frito, tomate asado y aceite de oliva.

Se ha de servir caliente y al instante, saborear sin mimo y derrochar el tiempo de la comida a conciencia mirándose a los ojos sin reservas. Se ha de tener a mano buen pan para pringar la salsa y un vino que merezca luego gastar las calorías sin recato. El sueño vendrá después sin culpa, agotadas las fuerzas y las ganas. Más tarde, mientras el día sigue iluminando con su antigua luz de marzo los cuerpos abrazados, se puede leer a medias y en voz alta a James Salter o a John Williams o a Jim Dodge. Compartida la dureza de la vida, saciadas las hambres primitivas y bien civilizadas, está bien compartir la belleza que hay en algunos libros escritos cuando nacisteis o algo después y que conservan sin afeite ni moda la fresca juventud, la dulce madurez, de lo bien hecho, casi a salvo del tiempo.


viernes, 2 de marzo de 2018

SOPA DE FRIO



De niño tenía sueños de largos viajes, de aventuras por selvas y desiertos, de vueltas al mundo con mochila, de pasear por las ciudades remotas que describían los libros y muchas ganas de tocar los límites del mundo. De adulto cumples casi todos esos sueños y los que no cumples los olvidas o los arrinconas en el polvoriento y atiborrado desván de las cosas pendientes. Pero casi siempre falta algo, esa fascinación absoluta y brutal que tenemos con catorce años y que no encontramos hoy, que se escabulle siempre aunque lleguemos lejos y creamos ya saberlo todo, visto todo, entendido todo, viajado a mil lugares. 

Y en las cuentas pendientes con la experiencia sigue habiendo tres o cuatro cosas que nos quitan el sueño, que desearíamos hacer antes de morir porque sabemos que en ese viaje o en ese descubrimiento seremos felices con la simplicidad animal e infantil que tuvimos al principio, cuando el mundo era inmenso, desconocido y asombroso y nosotros sólo soñábamos con alejarnos del hogar caminando.

Mis sueños no cumplidos aún eran simples, fáciles, casi asequibles: volar en silencio, estar cerca un volcán en erupción, vivir un huracán y pasar una noche contemplando en el norte una aurora. Otro día contaré mis razones, otro día escribiré que sentí volando en aquel viejo planeador alemán, viendo la lava cerca de un volcán italiano o azotado el rostro por el viento furioso del Caribe mientras reía a gritos sin escuchar mi voz.  Pero hoy quiero recordar  aquel viaje a Finlandia y aquella noche en la que todos los colores del mundo se mecían en el cielo por la música de las palabras extrañas que recitaba Inga en mis oídos.

Había aceptado con mal disimulado entusiasmo la oferta de dar un pequeño curso para finales d de enero sobre “la nueva cocina española y sus orígenes en la cocina de subsistencia” para un posgrado de antropología de los alimentos. Apenas pagaban el billete de avión, la estancia en una residencia de profesores y unos seiscientos euros para gastos.  No me costó nada enhebrar las viejas notas, ordenar algunos artículos que había escrito sobre el tema para algunas revistas de esas que solo leen los glotones desocupados, los gourmet sádicos, los nuevos burgueses golosos y los aficionados a buscar la felicidad en el sabor de los alimentos preparados con saber y cariño. Acumulé toda la ropa de abrigo que escondía mi armario y salí para el Gran Norte con Jack London y con Arturo Gordon Pim en los ojos y muchas ganas de sentir de verdad el frío. 

Soy un tipo del sur al que han fascinado siempre esas temperaturas por debajo de 20 bajo cero, así que el frío y la nieve eran en sí mismos un aliciente. Estaba la fantasía o el mito de que en esas latitudes se congelan hasta las lágrimas y los mocos, la fascinación  de hundirse en la nieve hasta las rodillas, de patinar en los lagos de los parques y, por supuesto, probar los ricos alimentos de Finlandia, sus estofados de cordero, el exquisito salmón salvaje, la dulce carne de alce, sus sopas de pescado, sus arenques, o su bacalao fresco.

Disfruté de alumnos y de alumnas atentos, que sabían de migas, gazpachos, gachas y potajes, de la cocina española y sus orígenes pobres mucho más que yo mismo, que hablaban español con soltura y conocían seguramente mi país mejor que yo. La última semana, ante mi insistencia por ver una aurora boreal de verdad, una amable colega antropóloga me invitó a conocer la casa de su familia cerca de Sodankylä, una ciudad pequeña en el corazón de Laponia. Imaginaba una agradable velada con viejos lapones alrededor del fuego y la voz del anciano relatando en palabras incomprensibles la leyenda del "revontulet", que significa "fuegos del zorro", porque dicen que es el zorro ártico quien hace esos fuegos que luego rocía con nieve gracias a su cola. Pero la pequeña casa de madera en medio de un claro en un bosque estaba vacía y helada y el corto viaje desde la ciudad en moto de nieve me congeló las lágrimas, los mocos y todo lo demás. Pero en poco tiempo Inga encendió la chimenea, una estufa y la cocina de leña, me arropó con dos mantas de piel de reno y me preparó un café negro y malísimo que me quemó los labios y me calentó el corazón. Su abuelo había levantado esta kota en buena madera a principios de siglo. Mi abuelo fue un ilustrado. Era profesor de física y apoyó la construcción de un centro de investigación de auroras en 1913 en esos 67 grados norte en los que está Sodankylä, era además cazador como todos los finlandeses e hizo su particular guerra contra los soviéticos primero, luego contra los nazis y después otra vez contra los rusos, ajeno a los pactos, acuerdos y negociaciones que hubo durante la guerra mundial. Perseguido por todos, nadie pudo atrapar a la pequeña guerrilla de aquel tipo duro que ya tenía setenta años en el año cuarenta. Todo esto me lo cuenta Inga mientras yo ojeo el álbum familiar y ella prepara un poco de comida. Unas setas de primavera en conserva, un pedazo de solomillo de alce, unas patatas. Rehogó las setas con una nuez de mantequilla y un poco de aguardiente de pera, asó las patatas en la chimenea y pasó dos gruesos medallones del alce por la parrilla. Luego espolvoreó la carne con sal de Francia, pimentón de España y el polvo de unas bayas secas cuyo nombre finlandés no sabría pronunciar. Comimos con hambre y bebimos con ganas un rico vino alemán, tomamos luego aquel mejunje que ella llamaba café y unas copas de vodka del país que Inga teñía con zumo helado de grosella. No hacía falta mucho más para que norte y sur confraternizaran un rato sobre las mantas de piel a modo de postre.

Ahora te voy a enseñar el secreto de esta casa pero tu me tienes que enseñar el secreto de algún guiso de tu tierra.  Firmado el acuerdo ella cumplió su parte.

La casa tenía un pequeño sobrevano al que se accedía por una escalera de mano. Allí arriba no había nada, solo un delgado colchón de lana prensada, varias mantas de piel y una plato de loza con velas. Sin embargo se estaba caliente porque los tubos de la estufa y la cocina pasaban por la estancia. Entonces se obró el milagro, Inga tiró con fuerza de unas cuerdas que colgaban del techo y dos metros de cubierta se corrieron hacia un lado dejando ver el cielo. El Cielo.

Un inmensa y brillante cortina verde se mecía sobre nosotros y en el verde estaban todos los verdes del mundo, desde los más amarillentos a los más azulados. La aurora se mecía como si una brisa moviera el resplandor. La cortina de luz se rompía lentamente en gigantes tiras verticales y lentamente volvían a unirse y cambiaba de color, de intensidad y de forma. Inga intentaba explicarme los fundamentos físicos del fenómeno, pero yo no escuchaba, sólo miraba ese cielo, eso que llaman Aurora Boreal y que es el espectáculo celeste más bello que conozco. Pasamos allí varias horas asomando los ojos y la nariz de entre las pieles, desnudos, enroscados el uno en el otro. Llevo cuarenta años viniendo aquí a mirar las auroras y no me canso nunca. No conocí al abuelo pero entiendo muy bien que le llevó a hacer aquí su casa y a pensar, diseñar y construir con sus manos esta puerta mágica del techo para contemplar todo esto. Durante esos días nunca sentí frío.

También yo cumplí con mi palabra y le enseñé algunos platos extremeños y hasta inventamos uno nuevo mezclando norte y sur. Una sopa de Cachuelas a la que el lugar de sangre e hígado de cerdo sustituimos esa víscera  por hígado de alce. Se fríe despacio el hígado de alce con su sal, su pimienta y su poco de pimentón cortado en trocitos y en una sartén sofreímos también un poco de cebolla, tomate pelado y troceado y pimiento rojo. Cuando está hecho el hígado se machaca la carne en un mortero o se trocea en pedazos más pequeños y se mezcla con la verdura pochada. Echamos luego agua y un machado de ajo y cominos al sofrito. Dejamos cocer el guiso un rato, no demasiado y cuando lo vamos a comer vertemos todo en una fuente en la que hemos colocado pan asentado cortado en rebanas finas. Sopa de Cachuelas se llama el mejunje y es una de las sopas extremeñas más sabrosas y alimenticias que inventó el ingenio, al pobreza y el hambre.

Pasamos cuatro días en la cabaña cocinando platos españoles con ingredientes que nunca supe de donde salieron, bebiendo vino alemán y vodka teñido de rojo, amándonos despacio y contemplando las auroras boreales en la oscuridad permanente del invierno en el norte. 

Ahora, siempre que llega enero y toca un poco el frío al sur, añoro Finlandia, echo de menos el sabor dulce de la carne de Alce, el sabor dulce de la carne de Inga y el ruido del tejado de aquella casa cuando se deslizaba y nos dejaba ver el cielo. Nadie debería desaparecer del mundo sin contemplar una aurora boreal.

Hoy quiero hacer sopa de cachuelas. Luego subiré al polvoriento y atiborrado desván de las cosas pendientes que abandoné allí con catorce años. Hay que usar los deseos, no dejarlos morir, no olvidarlos. Viajar a todos esos lugares, hacer todas esas cosas que ansiábamos hacer entonces.